Todo al revés

Todo al revés

Decía el gran Billy Wilder que, después de toda una vida haciendo comedias para el cine, de ese arte sólo había podido aprender una cosa: "La gente se ríe cuando le da la gana". Y esa gracia no sólo se da en el arte, sino también en la vida misma: cada quien entiende lo que quiere y ninguna otra cosa distinta. Yo te digo "ahora mismo", tú me entiendes "mañana". Ella me dice "sólo amigos", yo le entiendo "amor eterno de pasión inmortal".

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Decía el gran Billy Wilder que, después de toda una vida haciendo comedias para el cine, de ese arte sólo había podido aprender una cosa: "La gente se ríe cuando le da la gana".

Y esa gracia no sólo se da en el arte, sino también en la vida misma: cada quien entiende lo que quiere y ninguna otra cosa distinta. Yo te digo "ahora mismo", tú me entiendes "mañana". Ella me dice "sólo amigos", yo le entiendo "amor eterno de pasión inmortal". De ahí que el peso de las posibilidades del diálogo sin garrote sea tan nimio y desvaneciente como el estornudo de una mariposa de colores.

El que tiene una historia sabrosa afín --de diálogos imposibles donde todo se entiende mal y al revés-- es el ruso Chejov. "La nueva dacha". En una aldea por allá perdida se estaba construyendo el primer puente sobre el río. Al encargado de la obra, el ingeniero Kúcherov, un día lo vino a visitar su esposa, que no era mala, pero leía poesías. Apenas llegó, cayó fulminantemente enamorada de aquellas tierras tan bucólicas y como tan a propósito de su mal, por lo que al poco permitió que su marido adivinara lo mucho que a ella le complacería que él allí le construyera una bonita dacha donde ellos por siempre comerían perdices.

Allá que se fueron a vivir estas dos maripositas de colores revoloteando con feliz empalago, y pretendiendo en todo momento una buena armonía con sus vecinos campesinos a los que, por lo demás, siempre procuraban ayudar devota y cristianamente... Pero estos vecinos resultaron vengativos: les hicieron la vida imposible de mil campesinas maneras. Si no era una cosa, era la otra; si a alguna petición les decían que sí, entonces que por qué no habían dicho que no; si decían que no, que por qué no habían dicho que sí; ¿acaso antes no estaban mejor sin el puente sobre el río...?

Ya casi a punto de rendirse y empacar sus corotos y cerrar sus poemarios y largarse bien lejos de allí por siempre jamás, el ingeniero se encontró en un camino con la cuadrilla de campesinos al completo. Entonces aprovechó para soltarles, como última y desesperada medida, un largo discurso ecuménico, apostólico y lacrimógeno, que concluía así:

"--...Mi mujer es bondadosa y tiene un gran corazón, no rechaza ayudaros, su sueño es serviros de alguna utilidad a vosotros y a vuestros hijos. Pero vosotros le devolvéis mal por bien. Os pido encarecidamente que reflexionéis. Os tratamos con humanidad y queremos que nos paguéis con la misma moneda".

El herrero Rodión, otro que entendía nada más lo que le daba la gana, enseguida aclaró el sentido de esas palabras al resto de la cuadrilla:

"--Hay que pagar. Pagad en moneda, muchachos, eso es lo que ha dicho...".

Pero, en esa misma línea de desentendimientos, mucho mejor es lo que nos cuenta Cervantes en la segunda parte del Quijote. Es aquel pasaje en que una cuadrilla de hombres armados, enviados en guasa por los duques, apresó en el camino a Sancho y su amo para obligarlos a resucitar a la también muy guasona doncella Altisidora.

"...Cerró la noche, apresuraron el paso, creció en los dos presos el miedo, y más cuando oyeron que de cuando en cuando les decían:

--¡Caminad, trogloditas!

--¡Callad, bárbaros!

--¡Pagad, antropófagos!

--¡No os quejéis, escitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores, leones carniceros!

Y otros nombres semejantes a estos, con que atormentaban los oídos de los miserables amo y mozo. Sancho iba diciendo entre sí: ¿Nosotros tortolitas? ¿Nosotros barberos ni estropajos? ¿Nosotros perritas, a quien dicen cita cita? No me contentan nada estos nombres...".

Imaginemos que en algún país del mundo la ciudadanía se hace con las riendas del poder, y la oligarquía, en fuegos de indignación, se exilia en alguna ciudad soleada y florida del Imperio que les ampara.

Sin embargo, de todas estas historias de entender de más, de menos, o al revés, a mí la que más me gusta es una de Heródoto. Imaginemos que en algún país del mundo la ciudadanía se hace con las riendas del poder, y la oligarquía, en fuegos de indignación, se exilia en alguna ciudad soleada y florida del Imperio que les ampara (ahora no hace falta decir nombres).

Imaginemos que entonces la colonia de exiliados pide audiencia a los Bush. Se la conceden, y allí que se ponen a hablar de sus cosas. Que si de caballos de paso fino, que si de democracia. Que si de poesía lírica persa safávida, que si de libertad. Que si del precio del plomo y la pólvora, que si del petróleo. Con esa necesaria contextualización, y agregando la salvedad de que los espartanos nunca creyeron en sofistas, y que en su guerra imperial con Atenas apoyaron siempre al partido oligarca de cada ciudad, ahora sí démosle la palabra --meliflua, picante y sabia-- a Heródoto:

"Cuando los samios expulsados por Polícrates llegaron a Esparta, se presentaron ante los magistrados y, debido a la entidad de su demanda, pronunciaron un largo discurso. Sin embargo los magistrados, en la primera audiencia, les respondieron que se habían olvidado del comienzo de su discurso y que no comprendían el resto. Posteriormente, los samios volvieron a presentarse y no añadieron nada nuevo, únicamente trajeron un saco y adujeron que dicho saco estaba falto de harina. Ellos entonces les replicaron que con lo del saco habían exagerado; pero, en cualquier caso, decidieron prestarles ayuda".

Al que le quieren dar, le guardan. Y al que no, ni que demuestre mil teoremas de geometría china.