El declive de la juventud

El declive de la juventud

El Gobierno español elimina el Consejo de la Juventud. Con buen criterio, pues para mandarlos al exilio sólo es necesaria una buena red de transportes por todas las vías posibles: tierra, mar o aire. Ahí está la salida de la juventud de la clase media: en la frontera o el aeropuerto. Punto y final de una aventura que nos iluminó a todos. Ahora ya sólo nos queda recordarla. La nostalgia. La nuestra.

La juventud de clase media ha protagonizado el último medio siglo de las sociedades occidentales desarrolladas. En su edípico deseo de superar -eliminando- a las generaciones precedentes, ha sido seguramente la más transgresora y creativa del último ciclo civilizatorio. En esta categoría social estaban los innovadores y los buscadores de tendencias, como bien saben los buenos investigadores de mercado. Eran los que marcaban modas o, al menos, las hacían triunfar. Ellos y ellas eran la tendencia. Lo que rechazaban, quedaba fijado en el fracaso simbólico -lo out, lo patético, lo que carecía de sitio- o, más aún, en el fracaso material y económico porque no era avalado por ellos.

La cultura popular se revolucionó con ellos. El pop surgió contra el clasicismo o el folklorismo de sus mayores. Un estruendo se coló en todas las casas. Y un mandato: había que ser joven. Había que ser jóvenes como ellos. Niños y niñas mimados en una sociedad de consumo que gestionaban a su antojo. Que estaba hecha para ellos. Pero de la que se mostraban insatisfechos, como clientes que se saben dueños y quieren más y más. Rebeldes sin causa erigidos sobre el crecimiento demográfico y económico que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial.

Creciendo con la nariz pegada a la televisión -han sido las generaciones de la televisión- nos extrañaba que, con los funestos efectos de tan peligrosa máquina de comunicación, salieran a la calle a reivindicar la libertad o tirar adoquines, como en el mayo sesentayochista, o a darnos lecciones de dignidad política, como en las recientes ocupaciones de las principales plazas de las ciudades del mundo. Muestra de que la televisión también genera personas críticas y sólo quien es tonto, zafio o ignorante se vuelve más tonto, zafio o ignorante delante del aparato. Gracias a la nota diferencial de la audiencia juvenil y la necesidad de enganchar con ella, hemos podido asistir a las creaciones más originales de la industria cultural. Desde las series de ficción, hasta la propia música pop.

En mayo de 1968: la explosión. Durante 2012: la implosión. Como muestra Zizek en uno de sus últimos libros: agotados de sí mismos, de su narcisismo. De esa búsqueda de la experiencia por la experiencia. Basta echar un vistazo a las pirámides de población para ver hoy su escasa fuerza. Pero se podrían hacer otros esfuerzos de comprobación de su debilitada situación: ver cómo las calles de Madrid o Barcelona, Londres o Roma, Paris o Munich, están dominadas por gente que apenas puede caminar, que necesita andadores o sillas de rueda, llenos de canas. Quiten de estas ciudades los turistas que habitan el centro. Vayan a sus barrios de vecinos. En las calles no hay jóvenes -más o menos amables o peligrosos- sino senectud.

Casi todos los indicadores señalan la caída de la categoría, desde los salarios -antes mileuristas; ahora, ni eso- a las cifras del paro. Imposibilitados para consumir, porque carecen de rentas y expectativas, quedan atados a la pantalla del ordenador. Por si hay alguien conocido. Por si hay un igual que pueda recibir sus mensajes. Antes eran la movilidad, las generaciones del coche y la velocidad. Hoy, la movilidad les manda al extranjero o al adsl de la más alta velocidad. La más alta velocidad para correr hacia ninguna parte.

El Gobierno español elimina el Consejo de la Juventud. Con buen criterio, pues para mandarlos al exilio sólo es necesaria una buena red de transportes por todas las vías posibles: tierra, mar o aire. Ahí está la salida de la juventud de la clase media: en la frontera o el aeropuerto. Punto y final de una aventura que nos iluminó a todos. Ahora ya sólo nos queda recordarla. La nostalgia. La nuestra.