El peor Gobierno de la democracia

El peor Gobierno de la democracia

Si tuviéramos un presidente de Gobierno receptivo, atento a lo que dice la sociedad, y menos enrocado en eso que llama sentido común y que sólo tiene sentido para él mismo y su reducido entorno, pensaríamos que había llegado el momento de, al menos, un relevo en las carteras. Pero no cabe pedir peras al olmo.

Los resultados ofrecidos el pasado 3 de mayo por el Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas son enjundiosos. Ello, a la espera de poder meterse en el fichero de microdatos, verdaderas tripas del asunto que permiten afinar en las estimaciones de voto y asignaciones del reparto de votos, y que me parece a mí que la distancia entre PP y PSOE es algo menor de la que allí aparece si en la cocina, además de la ponderación por recuerdo de voto, se atribuyen respuestas a las intención de voto de quienes dicen que no irían a votar, no saben y no contestan por simpatía de voto. Pero bueno, en esto cada cocinero tiene su librillo.

Se constata la deprimente representación que tienen los ciudadanos del sistema político en general, constituyendo éste ya el segundo problema del país. Además, la mayor parte de nuestras instituciones son suspendidas. Ya los medios de comunicación han resaltado la caída -en picado- de la valoración de la Monarquía, sobre la que no se preguntaba desde octubre de 2011, cuando suspendió por primera vez en tal valoración. Es más, los "favores" recientes que están prestando a la institución algunas instancias de nuestro sistema judicial, ahondarán en esa distancia de la Corona por parte de la ciudadanía. Pero me voy a centrar en un resultado del estudio que creo sintomático: la valoración que los españoles dan a los distintos ministros que componen el actual Gobierno. El promedio de la valoración es 2,50 y ello significa el peor promedio de un Gabinete desde que se utiliza este indicador.

Es cierto que las puntuaciones de este Gobierno nunca fueron muy altas. Así, el primer promedio, cuando apenas habían tomado posesión, que registraba el Barómetro de enero de 2012, se quedaba en 4,79. No era muy alto, pero estaba por encima del promedio conseguido por los Gobiernos de Rodríguez Zapatero durante su última legislatura y, en general, de todos los Gobiernos de éste. Tan sólo apuntar que la media de todos los promedios obtenidos por los gabinetes del líder socialista leonés, durante las dos legislaturas que estuvo en Moncloa, apenas llegó al 4,30.

Es decir, los ministros de Rajoy empezaban en cotas que superaban a sus antecesores en los Ministerios. Pero la cosa se ha ido desinflando poco a poco, siendo interesante resaltar algunas trayectorias, como la de Ruíz Gallardón, que de ser uno de los ministros mejor valorados, obteniendo un 5,41 en el primer examen, ha pasado a un 2,67, a menos de la mitad. Sáenz de Santamaría, que siempre estuvo entre los primeros puestos, lidera ahora esta clasificación, aunque también ha descendido desde un 5,08 a un 3,06.

El contexto, con una sociedad de uñas con respecto a la clase política y una crisis económica, ha de reconocerse como poco favorable para la obtención de un juicio benévolo por parte de la ciudadanía. Pero, también ha de señalarse que muchos de ellos han hecho verdaderos méritos para puntuaciones tan bajas. Sobre todo, algunos se han atado al cuello la soga de una mala valoración con su presencia en los medios de comunicación. Ni siquiera hace falta recordarlas, porque las tenemos grabadas en eso que llaman memoria colectiva, repetidamente alimentada por los propios medios de comunicación: la ministra Báñez y sus apelaciones a la Virgen del Rocío o sus estrambóticas comparecencias para ofrecernos nuevos conceptos del mercado laboral y explicarnos lo inexplicable, como son las bonanzas de la reforma laboral; el ministro Wert y su especial sentido del humor; Ana Mato y su rostro de víctima que no ha roto un plato y la hace más sospechosa; Guindos y su crecimiento negativo. Otros, porque son más recientes, como Fernández y su comparación entre las mujeres que abortan y ETA o García Margallo y su alegría por la desimputación de la infanta Cristina porque es eso, una infanta.

Si tuviéramos un presidente de Gobierno receptivo, atento a lo que dice la sociedad, y menos enrocado en eso que llama sentido común y que sólo tiene sentido para él mismo y su reducido entorno, pensaríamos que había llegado el momento de, al menos, un relevo en las carteras. Pero no cabe pedir peras al olmo. Es más, tan aficionado como es a la lógica deportiva, pensará que puede batirse el registro negativo alcanzado y dejar una marca insuperable.

Cuenta el mito que Alfonso Guerra, cuando era vicepresidente, llevaba a los Consejos de Ministros las valoraciones del CIS. Todavía no habían sido hechas públicas, de manera que sólo él las conocía en el momento de iniciarse el Consejo. Con la carpeta con la documentación con las valoraciones encima de la mesa, los presentes hacían cábalas sobre sus valoraciones en función de las miradas de Guerra, que no las ofrecía hasta el final. Entonces, una nota alta era importante. Al menos, para quedarse en la foto. Hoy, la distancia de la sociedad de la acción del Gobierno es leída como un indicador de la responsabilidad de éste, que, como los navegantes de Ulises, se tapa los oídos. No sea que les llegue algo de los gritos de la realidad.