La emoción de la protesta

La emoción de la protesta

El 25 de enero se han cumplido dos años de las protestas en la plaza Tahrir de El Cairo, una distancia prudente como para hacer balance. Se perdió el miedo. Ningún poder está seguro porque esas tres fases que dibujó Foucault -rebeldía, rebelión y revolución- pueden volver a activarse cuando menos se lo espera.

El 25 de enero se han cumplido dos años de las protestas en la plaza Tahrir de El Cairo. Si se recuerda, estuvieron, en buena parte, azuzadas por el exitoso precedente de las protestas en Túnez, llevadas a cabo unas semanas antes. A partir de ese mes de enero, todo este conjunto de movimientos empezó a denominarse la Primavera Árabe: un reguero de búsqueda de democracia y libertad que se extendió por el norte de África y siguió, hasta que se encontró con la dictadura de Damasco. Es más, sirvieron de acicate a las protestas de España, Grecia y otros lugares hasta llegar al centro del imperio, Wall Street. Las plazas más representativas de muchas ciudades del mundo empezaron a reclamar dignidad.

Dos años es una distancia prudente como para hacer balance. Establecer qué se consiguió de todo lo que se pedía. Inventario de lo cambiado y de lo que se ha ido perdiendo del saco de las ilusiones. En muchos casos, la incertidumbre política, social y económica aún es elevada. En el propio Egipto, las dudas sobre la evolución de su sistema político son grandes. Pero dejaré a los expertos de cada caso que introduzcan con mayor tino y conocimiento su navaja analítica. A mí me parece que el propio hecho de romper con una realidad que, a todas luces, era opresora ya es un paso.

Otros volverán a la salmodia del tanto esfuerzo para qué, de que se ha regresado a situaciones parecidas y de que, en definitiva, nada vale la pena, pues lo único que se ha conseguido es aumentar el ruido y la inestabilidad. Son visiones conservadoras occidentales. Interesadas.

Aun cuando tuvieran razón (objetiva) tales visiones catastrofistas, que señalan más lo perdido en el camino que lo conseguido, en una especie de realismo político de nuevo cuño, creo que todos estos movimientos han merecido la pena porque nos han cambiado a todos. Han mostrado que la dignidad y las expectativas de mejor vida son necesarias e importantes y que, a pesar del dominio institucional y mediático, que nos llena de fatalismo, hay espacio para reivindicarlas porque es algo a lo que se tiene derecho, que es justo. Han enseñado que la lucha por la justicia aún existe y esto es la modernidad. Esto es ser modernos. Y que ningún poder está seguro porque esas tres fases que dibujó Foucault -rebeldía, rebelión y revolución- pueden volver a activarse cuando menos se lo espera: ante la petición de un policía corrupto que amenaza con requisar lo único que se tiene para vivir si no se vuelve a pagar la mordida, ante un nuevo impuesto o la subida de tasas por actividades o productos necesarios, ante un desahucio injusto, etc.

Movimientos en los que se perdió el miedo. Desde distintas esquinas (Robert Castel y su ascenso de las incertidumbres, Zigmunt Bauman y su sociedad del miedo, Paul Virilio y su administración del miedo) nos señalan al miedo como la emoción dominante en las sociedades actuales. Miedo a los mercados, miedo a perder el empleo, miedo a la pobreza, miedo al otro, miedo a todo. Un miedo que, como ya apuntaba Hegel en las páginas más leídas -e interpretadas- de la historia de la filosofía, está en el núcleo de la servidumbre.

Es el miedo de la muerte el que se combate en tales explosiones colectivas. Por ello suelen tener ese aire jubiloso, casi festivo. Es como si el carnaval, que todo lo vuelve del revés, dejara de ser un momento simbólicamente negociado, aceptado e institucionalizado, con sus límites, para introducirse en la realidad sin permiso. Para hacerse real.

Más acá de estrategias y tácticas, que suelen venir después de la explosión, de la rebeldía, está la emoción de la protesta. Más allá de balances de lo obtenido en la política real, está ese regreso al grupo y la comunidad que simboliza la unión en la plaza, al ágora, a la esfera pública del cara a cara, dejando el miedo por unas horas, tal vez días. Ello a pesar de las amenazas de una policía o un ejército que rodea lo que se reivindica como espacio para el diálogo.

La protesta unida tiene ese algo que siempre nos queda, que nos transforma, que incluso deniega las posibilidades (o imposibilidades) en el horizonte político. Ni siquiera piensa en la revolución, pues es demasiado tarde el mañana. El valor de la protesta está en vivirla de la mano. Es la alegría de vencer al miedo, de sentirse libres. Ya vendrán los balances después.