Las Rodríguez

Las Rodríguez

La tasa de ocupación femenina se aproxima a la masculina en España. Incluso en situación de crisis económica, que solía llevar a una retirada del mercado laboral de las que quedaban en paro. En este próximo mes de agosto, tal vez veamos que son ellas las que se quedan a trabajar.

Surgidos del impulso de una incipiente sociedad del consumo alimentada por una particular estructura familiar, los Rodríguez fueron un símbolo de los sesenta-setenta. Toda una mítica -urbana, por supuesto- se construyó sobre ellos. Y, sobre todo, un imaginario que iba desde la absoluta incapacidad para la gestión doméstica hasta la transgresión adúltera. En agosto, Madrid y Barcelona parecían poblados casi exclusivamente de esas figuras que caminaban a ritmo yeyé, con una larga sombra bajo un sol de justicia, de día, y neones, de noche.

Los Rodríguez eran varones, dentro de la tradición del bread-winner, del ganapanes. Es decir, una estructura de las familias urbanas de clase media compuesta, en primer lugar, por un varón empleado como oficinista, en una sociedad que crecientemente requiere servicios de administración y gestión, que normalmente es un pluriempleado, dado que los sueldos unitarios todavía eran pequeños y se exigía dedicación a varias entidades -la chapuza- para mantener cierto nivel de vida. Una figura encantadoramente representada por Alberto Closas en la impagable serie cinematográfica La familia.

Un varón que no hacía nada de la casa, que apenas la pisaba, y que en verano se veía solo, en aquel hogar que desconocía, abocado a buscarse la vida de alguna manera. Cosa que solía hacer fuera: comer fuera, estar con los amigos -amigotes, en la perspectiva de su compañera- hasta bien entrada la noche. Siempre bajo la excusa del trabajo, que algo de verdad tendría porque las futuras nóminas venían interesantemente cargadas de horas extraordinarias. Todavía recuerdo las intensas tácticas que se llevaban a cabo para propiciar las horas extraordinarias. Ritmo calmo en la jornada laboral formal, generando la acumulación de trabajo, el atasco, hasta que el jefe hacía la ronda de solicitudes de voluntarios para llevar a cabo las horas extraordinarias. La acumulación capitalista de aquellos momentos tuvo en la acumulación de horas extraordinarias en bancos, seguros y oficinas su principal ruido. Era la lucha de clases, pero en plan soterrado, minuto a minuto. En aquellos tiempos, había quien decía que la clase obrera había conseguido la jornada intensiva -de ocho a tres, en España- para hacer horas extraordinarias.

Como gestora del espacio familiar y doméstico, y de la propia movilidad social familiar, la mujer -denominada la esposa- se dedicada al hogar y a adquirir los bienes que situaban la unidad familiar en el máximo estatus. Encargada de concretar la renta salarial en standing de vida. A su vez, aplicada aprendiz del nuevo sistema de objetos: lavadora, frigorífico, aspiradora, batidora... Como aparecía en la publicidad del momento, con la única finalidad de hacer feliz a su marido y la familia en general. Su felicidad, la de ella, aparecía sólo reducida a la de los miembros de la familia.

Después, venían los hijos. A los que había que dar las máximas expectativas, pues eran las máximas expectativas de movilidad social de la familia. De los Rodríguez. Esta vez como conjunto. Y el coche, las vacaciones y, sobre todo, el chalet en la sierra o la playa, o la casa reformada del pueblo. Núcleo argumental del rodriguismo, ya que eran donde iban la esposa y los niños a pasar todo el verano; mientras que el varón -en un acto sacrificial- se quedaba en la ciudad trabajando durante la semana, ejerciendo de Rodríguez, reencontrándose con el resto de la familia en el lugar de veraneo durante los fines de semana.

El Rodríguez y su mitología es masculina. De lo contrario, además, no se hubiera llamado a esta figura así. Con un apellido tan rotundo y castellano. Si hubiera tenido que representar un fenómeno femenino se hubiera denominado de otra manera. Con nombres. Y no quiero indicar pistas, pero basta apuntar cómo se nombran -despectivamente- ciertos comportamientos atribuidos exclusivamente a mujeres: marujeo... Y es que, cuando a una cosa se la quiere dar seriedad, se le pone un apellido. Cuando se la quiere situar en el nivel de la poca importancia, se utilizan nombres. Por ejemplo, a nuestras recientes campeonas de Europa de baloncesto, en el partido de la final contra Francia, se las nombraba por: Amaya, Marta, Alba, Silvia, etc. Cosa que no ocurre con los varones: Gasol, Navarro, Reyes, etc. No digamos ya los del fútbol, o, sobre todo, subrayando la seriedad, los dos apellidos utilizados para nombrar a los árbitros: los únicos seres deportivos con dos apellidos.

En la actualidad, la tasa de ocupación femenina se aproxima a la masculina en España. Incluso en situación de crisis económica, que solía llevar a una retirada del mercado laboral de las que quedaban en paro. En este próximo mes de agosto, tal vez veamos que son ellas las que se quedan a trabajar, mientras que los varones se van con los niños al pueblo o donde sea. El caso es que así molestan menos en casa y menos trabajo doméstico que hay que hacer. Un trabajo que se traslada seguramente a las abuelas. En agosto, serán ellas las que tienen la oportunidad de generar su mitología. Son las Rodríguez.