No futuro

No futuro

Cada día aparece una nueva imagen distópica del futuro, sin que sean necesarias escenas de mundos post catástrofe nuclear o gran tragedia medioambiental. Es el futuro que se hace en los despachos de Washington, Londres, Bruselas y, por derivación subordinada, de Madrid. El futuro que no quiere la sociedad.

En los años ochenta del pasado siglo, la voz de "no futuro" parecía patrimonio exclusivo del movimiento punk o de debates sobre la cultura de la postmodernidad y el agotamiento de las propuestas de la Ilustración. Es decir, era algo que se encontraba en las altas estanterías de las modas intelectuales o en la vanguardia de la industria cultural, sin que pareciese que tuviera incidencia en la vida cotidiana de los ciudadanos de sofá-y-televisión. A lo sumo, una etiqueta más en el mercado de los productos culturales con la fuerza desgarrada y un tanto suicida de los Sex Pistols. Su recorrido iba desde los escenarios -eso sí, llenos de escupitajos y otras lindezas similares- al orden alfabético de los lineales de la sección correspondiente de las grandes cadenas de distribución. Bueno, tal vez podría intuirse que había algo detrás de ese grito y de unos jóvenes tan colocados como descolocados; pero nos quedamos en lo desaforado del espectáculo, como una vuelta de tuerca más en la necesidad de generar más ruido y, sobre todo, novedad para atraer a audiencias y consumidores.

No hace tanto tiempo, el significado de "no futuro" se fue incorporando a ciertas categorías sociales. Era una marca social que se imponía sobre éstas; pero que era vivida de una manera fuertemente individualizada. El "no futuro" como falta de futuro de los jóvenes a los que se señalaba con el cartel de fracaso escolar, de manera que son los propios jóvenes los que aparecen como fracasados, en lugar de señalarse como el fracaso de un sistema educativo que, en proceso de corrupción y recorte continuo, se permite el lujo de debatir durante años si lo importante es que se evalúe religión o ciudadanía, o si se debe primar o proteger el castellano en las comunidades autónomas que han programado la inmersión lingüística. Mientras tanto, produciendo fracaso escolar a mansalva. También es el "no futuro" de quienes, tras una infinita sucesión de contratos temporales y en precario, llegan a una edad en la que aún les faltan las bases existenciales para poder construir una trayectoria profesional y personal con ciertas expectativas. También es el "no futuro" de los que se iban quedando en paro con más de cincuenta o cuarenta y pocos años, saliendo de las empresas porque, según se argumenta, no se adaptaban a las transformaciones técnicas o tenían los salarios más altas, debido a la antigüedad acumulada; cuando la razón es que eran el ejemplo de unas condiciones laborales que había que cambiar radicalmente, para mayor participación de los empresarios en las rentas. En todos estos casos, y algunos más, se asumía colectivamente el "no futuro" como una fatalidad de sujetos determinados y, precisamente por tal asunción, la sociedad intentaba hacer un esfuerzo colectivo por compensar tal salida del futuro: contratos basura para jóvenes, salarios de inserción o subsidio de desempleo para quienes estaban condenados a entrar y salir continuamente del mercado de trabajo, prejubilaciones penosas para los asalariados mayores sin esperanza de volver a encontrar un empleo. El "no futuro" era la marca del fracaso personal que la sociedad imponía.

Con la crisis, la proyección semántica del grito de "no futuro" ha dado un vuelco radical. Ya no se trata de que unos cuantos desafortunados se salieran del camino del futuro. Es la propia sociedad la que no quiere el futuro; la que aboga por fijar el presente como tal futuro. Basta ver las manifestaciones que diariamente recorren las calles de Madrid o de cualquier otra ciudad occidental: protagonizadas por personas que temen por su futuro y que se implican en la lucha para defender un presente.

Un rechazo del futuro que, claro está, tiene que ver con el diseño del futuro que se está haciendo. Veamos algunos ejemplos de ese futuro. Peores condiciones laborales hasta emerger la imagen del trabajador autónomo abandonado a su suerte como modelo, eso sí, edulcolorado por el mito de un emprendedor con talento, de manera que sólo aquellos que muestren su talento podrán adquirir protección -en el mercado- en la desigual relación con los otros. Sistema sanitario al que se tendrá acceso según lo que se pueda pagar. Pensiones insuficientes a las que se tendrá derecho tras cumplir ¿67 años? ¿70 años? ¿75 años? Por cierto, esto de las pensiones resulta curioso. Si se repasa la prensa de hace veinte años, se puede leer cómo ya se auguraba que, a la altura del final del primer decenio del siglo XXI quebraría el sistema público de pensiones español si no se actuaba. No se actuó, y el sistema se ha mantenido. Pero, hoy, renovadas las fuerzas ideológicas de los intereses privados y tras las dificultades de los bancos y las aseguradoras por mantener unos planes de pensiones mal invertidos y, por lo tanto, devaluados, hay que alimentar nuevamente el sistema privado.

Cada día aparece una nueva imagen distópica de ese futuro, sin que sean necesarias escenas de mundos post catástrofe nuclear o gran tragedia medioambiental. Es el futuro que se hace en los despachos de Washington, Londres, Bruselas y, por derivación subordinada, de Madrid. Es el futuro que no quiere la sociedad.