La primavera silenciada

La primavera silenciada

El lujoso decorado de quietud y exótica modernidad impostada del reino de Bahrein, levantado por la familia Al Khalifa en la segunda mitad del siglo XX, se derrumbó la fatídica noche del 14 de febrero de 2011 y dejó desnuda, con las miserias expuestas, a una más de las variadas petro-dictaduras radicales suníes que exprimen el golfo Pérsico. Al intento de revolución democrática que surgió entonces le ha seguido una enorme represión que aún continúa.

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Foto de las movilizaciones de 2011 y de 2017/Activistas de Bahrein

Avanzado el mes de febrero de 2011, y con el impacto aún reciente de la insólita victoria de la revolución en Túnez, el pequeño y estratégico reino de Bahrein se preparaba para rentabilizar una de las dos razones por las que es conocido a nivel mundial: técnicos y mecánicos se afanaban con precisión suiza para que el gran circuito de Formula 1 pudiera acoger, apenas un mes después, una de las citas más espectaculares de la temporada automovilística. Aunque un numeroso grupo de personas se había concentrado días antes frente a la embajada de Egipto en Manama para expresar su respaldo a las protestas que en aquellos días crecían sin freno en el país norteafricano, poco o nada inducía a pensar que el tsunami de indignación popular que se comenzaba a gestar en el mundo árabe-musulmán suní pudiera alcanzar la península Arábiga y agitar la ficticia apacibilidad que parecía disfrutar aquella antigua isla de mayoría chií. No fue así. El lujoso decorado de quietud y exótica modernidad impostada levantado por la familia Al Khalifa -emparentada con la casa real saudí- en la segunda mitad del siglo XX se derrumbó la fatídica noche del 14 de febrero de ese mismo año y dejó desnuda, con las miserias expuestas, a una más de las variadas petro-dictaduras radicales suníes que exprimen el golfo Pérsico.

Manal -nombre ficticio usado para preservar la seguridad- lo recuerda aún a diario. Concluida la oración del alba, alrededor de 300 personas se congregaron en la localidad de Nuwaidrat, de mayoría chií, para exigir la puesta en libertad de los detenidos durante la concentración anterior y exigir reformas políticas, libertad, dignidad y justicia social. Superado el mediodía, eran ya miles más los que gritaban las mismas consignas en diferentes espacios del minúsculo Estado. Abatido el ocaso, restañaron en la cómplice opacidad de la noche los primeros disparos.

Manal había alertado a su marido, un conocido activista de los derechos humanos, que aquel día había abandonado muy temprano el hogar conyugal impelido por un inusitado optimismo. Al salir, él le acarició la mejilla y le pidió que no se preocupara. Estaba convencido -le dijo- de que esa vez "todo será distinto". La suerte le acompañó aquella primera jornada de ira, la misma que al caer el sol abandonó a Ali Mushaima, primer mártir de la ahora silenciada y casi olvidada Primavera bahreiní. Según el informe que emitió la policía, el joven, un soldador chií de apenas 21 años, integraba una turbamulta compuesta por unas 500 personas que supuestamente atacó en el distrito de Al Daih a un puñado de agentes del orden, que se vieron obligados a hacer uso de sus armas reglamentarias ante el riesgo que corría su vida. Activistas de los derechos humanos, locales y extranjeros, insisten aún hoy, sin embargo, en que fue ejecutado en plena calle, sin importar los testigos, a sangre fría, con impunidad, nocturnidad y alevosía. Su cuerpo -recuerdan- mostraba varios impactos de bala recibidos casi a bocajarro, con el orificio de entrada en la espalda.

Apenas unas horas después, y con el miedo aún vencido por la ilusión de un cambio largamente anhelado, el marido de Manal -prefiere que tampoco se revele su nombre- volvió a salir de casa para sumarse a los miles de compatriotas que se atrevieron a acompañar el cortejo fúnebre por las calles de la capital. La suerte le sonrió por segunda vez. En un calco de la noche anterior, cayó muerto sobre el asfalto Fadel al Matrook, un joven de 31 años, desempleado y padre de dos hijos, que también había decidido participar en el sepelio de la dignidad. La ira se adhirió entonces al hastío acumulado tras años de corrupción, abusos y olvido, y la combinación alumbró una batahola desatada y resuelta que comenzó a concentrarse y acampar en la emblemática plaza de la Perla.

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Foto de las movilizaciones de 2017/Activistas de Bahrein

Inopinadamente, el huracán de las entonces incipientes y ahora marchitas primaveras árabes había alcanzado este rincón privilegiado de la península Arábiga en el que un día de 1995 El Pentágono decidió instalar la base central de su recién recuperada V Flota, destinada a la vigilancia del golfo Pérsico y el mar de Arabia. La represión, que se recrudeció en los días siguientes con nuevas cargas policiales, miles de arrestos, torturas, desapariciones forzosas -como la del marido de Manal- y otras medidas puntivas, fue condenada -en principio- por gran parte de los países occidentales, hecho que obligó al rey Hamad a prometer una investigación que certificó los abusos policiales pero evitó identificar a los autores y castigar a responsable alguno.

El Reino Unido amagó con cancelar importantes acuerdos de armas y el entonces presidente norteamericano Barack Obama incluyó una cita a Bahrein en su carta de condena a la represión violenta de las manifestaciones populares similares que tenían lugar en Yemen y Libia. Una posición pro democrática, en línea con la defensa de los derechos fundamentales, que Estados Unidos divulgó el 18 de marzo y que apenas tardó una semana en variar y distanciar de la dureza que seguiría empleando meses después contra Trípoli y Sana. El 25 de febrero, el general Mike Mullen, por aquel entonces jefe del Estado Mayor del Ejército estadounidense, visitó Manama y se entrevistó con el monarca y con el príncipe heredero, Salman bin Hamad, para conocer la situación "de primera mano". Diecisiete días después, cerca de 1.500 soldados del Consejo de Cooperación de Golfo (CCG) Pérsico, en su mayoría saudíes, entraba en la isla para ayudar al rey Hamad a restablecer la falseada calma. Para aquellas fechas, la carrera del mundial de Formula 1 había tenido que ser aplazada y las protestas se habían extendido a la región vecina de Qatif, zona petrolera de mayoría chií en el este de Arabia Saudí. La primavera del Golfo había sido abrasada.

Seis años después, aquellos cruentos sucesos que acapararon titulares vuelven de nuevo a la actualidad, aunque cubiertos esta vez por un tupido telón de indiferencia y silencio. Si entonces sirvieron para mostrar cómo la aproximación y reacción de Estados Unidos y de otros países dominantes a la ola de protestas populares en el mundo árabe se ajustaba a los intereses económicos y estratégicos -implacable con enemigos como Al Gadafi, Bachar al Asad o amigos amortizados como Mubarak y Ben Ali; indulgente con las dictaduras amigas de Bahrein o Arabia Saudí-, hoy son la triste y deprimente constatación de que nunca se pretendió atacar las raíces de los problemas que desde tiempos de la colonización atribulan la zona; que simplemente algo se cambió en la región para que, en esencia, nada cambiara.

La Administración Obama susurró bajito ante los desmanes de la autocracia saudí, numen del terrorismo yihadista que amenaza el mundo, a la que no solo no se atrevió a presionar; permitió que anegara en sangre su propia disidencia -y la de los países vecinos- e incluso años después dejo que accediera a la presidencia del comité de Derechos Humanos de la ONU, pese a estar considerada uno de los principales predadores de los mismos en el mundo. Su sucesor, Donald Trump, ha sido más imaginativo y ha enmascarado sus amigables relaciones con las satrapías del Pérsico -especialmente la saudí- agitando un engañoso y ladino señuelo de la inmigración que la prensa tradicional, en su ceguera, ha contribuido a agitar. Al tiempo que hablaba con el rey Salman y confirmaba la estrecha alianza de Wahington con Riad, el excéntrico multimillonario instauraba un polémico veto de entrada en el país que no afecta a los musulmanes -en su conjunto-, como se suele informar, sino a los ciudadanos de Siria, Irak, Irán, Libia, Somalia, Sudán y Yemen, países que unidos suman cerca de 180 millones de habitantes, menos de una décima parte de la población mahometana mundial.

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Foto de las movilizaciones de 2017/Activistas de Bahrein

Ignorada queda aún la respuesta a la pregunta de que, si la excusa es el terrorismo, por qué permite a egipcios o saudíes entrar y circular libremente por Estados Unidos si 17 de los 19 fanáticos musulmanes que cambiaron el mundo el 11S utilizaban pasaporte de esos dos países, que también son la patria de algunos de los yihadistas más buscados del planeta. "Es la misma política de doble rasero que ha dominado siempre en esta zona del mundo", argumenta una activista bahreiní que prefiere ocultar su identidad por estar amenazada. "La prueba es este país. La persecución de activistas, opositores, periodistas y defensores de los derechos humanos no ha cesado desde 2011. Incluso ha ido a más gracias a la carta blanca con la que actúa la monarquía, apoyada desde Riad y protegida por le silencio de los gobiernos mundiales", añade. "Desde que comenzara el año, se han multiplicado los casos de torturas y desapariciones forzosas sin que nadie quiera escuchar nuestros gritos. Esto se parece cada vez más a (las dictaduras) en Argentina y Chile", subraya con un hilo de voz quebrado en la garganta.

Las cifras, elocuentes, parecen concederle la razón: según distintas organismos de análisis independientes, a día de hoy existen más de 2.600 presos políticos en cárceles y calabozos de Bahrein, un número significativo si se tiene en cuenta que la población total ronda los 650.000 habitantes; centenares más han sido obligados a exiliarse y, sobre varios miles, pesan prohibiciones de viaje. Unos 300 opositores han sido desposeídos de su nacionalidad, entre ellos el jeque Qassim, uno de los predicadores más influyentes de la aldea de Diraz, principal núcleo chií. Las detenciones indiscriminadas y los registros aleatorios son moneda de intimidación común, puestos de control y carros de combate controlan los accesos a las principales barrios y aldeas chiíes -convertidas la mayoría de ellas en zonas marginales y estigmatizadas que suníes y extranjeros esquivan-, y el "Diálogo Nacional" yace exangüe, mortalmente herido por la falta de interlocutores de una oposición ahora entre rejas. "Existe miedo, mucho miedo", recalca Manal a través de la aplicación Telegram, uno de los métodos más seguros de comunicación con el exterior. "Nadie se atreve a salir a la calle y alzar la voz. No es como en 2011. La Policía tiene impunidad y los jueces son parte del sistema. Por nada puedes pasar cinco o seis años en la cárcel. O puede incluso pasarte algo peor. Aquí casi todo el mundo tiene un familiar o un amigo desaparecido", subraya.

Una parte de ese miedo, tallado durante un lustro de represión, comenzó a quebrarse de nuevo el pasado 15 de enero, escasas horas después de que se confirmara la noticia de la ejecución de Abbas al Samea, de 27 años, Sami Mushaima, de 42 y de Ali al Singace, de apenas 21, tres hombres acusados de matar a un policía emiratí en un atentando con bomba perpetrado en 2014. La crudeza de las imágenes del ajusticiamiento -el primero en 20 años en el reino- y las dudas sobre la limpieza del proceso -organizaciones de defensa de los derechos humanos denuncian que las confesiones fueron extraídas bajo tortura a los acusados y amenazas a los familiares- han abatido el temor e inflamado una vez más las calles. Impelidas por la indignación -pero también por el propio miedo que antes les atenazaba, ahora convertido en un acto de supervivencia-, cientos de personas retomaron las pancartas rotas y rompieron las mordazas al tiempo que las fotografías de los cuerpos fusilados de los reos y los vídeos furtivos de las resucitadas protestas inundaban las redes sociales, en un intento desesperado por atraer de nuevo la mirada solidaria del mundo. Sin apenas éxito.

Vídeo de las patrullas policiales en los días pasados

Un mes después, y en víspera de un nuevo juicio contra un activista chií bajo la ley de emergencia que rige desde hace seis años en el país, el clamor desesperado de los ciudadanos -en su mayoría chiíes- vuelve a mezclarse con el eco hosco de las porras y los disparos en un aislado archipiélago nuevamente envuelto en llamas. "La razón de que nada salga a la luz es el apagón informativo", argumenta un conocido periodista local. "La censura impuesta (por el gobierno) y la decisión de los aparatos de Estado de ocultar la verdad. Pero lo cierto es que hay una peligrosa escalada de la represión, incluyendo asesinatos extrajudiciales que deben ser denunciados. Por eso necesitamos la ayuda de medios y organizaciones externas", reclama. En la misma línea apuntaba días después de las ejecuciones Amnistía Internacional.

En un informe rubricado por su subdirectora de investigación regional con sede en Beirut, Lynn Maalouf, se advertía que "Bahrein se encuentra la borde de la ebullición. Los cientos de bahreiníes que tomaron las calles para protestar contra esa impactantes ejecuciones, que se aplicaron pese a las denuncias de tortura y de juicio injusto, se han topado con un uso excesivo de la fuerza por parte de los servicios de Seguridad y una escalada de los ataques contra la libertad de expresión". En este sentido, urgía a las autoridades a "respetar el derecho de asamblea y a ordenar a las fuerzas de Seguridad que eviten un uso abusivo de la fuerza. La arbitrariedad y las medidas draconianas en contra de la libertad de expresión solo servirá para exacerbar el peligros deterioro que ya han sufrido los derechos humanos". Exhausta al otro lado del teléfono, nerviosa ante la posibilidad de que alguien pudiera estar escuchando, Manal sentencia: "Hace seis años mi marido y otros muchos bahreiníes nos levantamos para para pedir libertad y justicia social, hoy nos conformamos con que el mundo no nos olvide".

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Foto de las movilizaciones de 2017/Activistas de Bahrein

Javier Martín es corresponsal de la Agencia Efe y autor de libros como El Estado Islámico, geopolítica del caos o Suníes y chiíes, los dos brazos de Alá.