Bibliotecario

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Hace nueve años trabajé algunos meses atendiendo la hemeroteca de la Biblioteca Departamental de Cali (Colombia). Me gustaba, entre otras cosas, porque estaba en contacto con libros, muchos de los cuales resultaban verdaderas joyas. Me encargaba no sólo del préstamo de periódicos y revistas en circulación, sino, además, de vigilar un pequeño cuarto conocido como 'Colección especial', donde reposaban periódicos que databan de mitad del siglo diecinueve. Me gustaba su olor a guerras perdidas y los colores sobrios de las paredes.

Leí mucho por esos días. Devoré, por ejemplo, la colección de la revista Mito, fundada por Jorge Gaitán Durán y Hernando Valencia Goelkel. Aproveché mis conocimientos de idiomas para introducir en la base de datos algunos libros en francés e inglés, que repasaba para luego resumir en doscientas o trescientas palabras

A través de un ventanal, situado en uno de los costados, podía ver la calle Quinta y a los visitantes regulares que llegaban a primera hora para pedir el periódico y pasar el día frente a las mesas de aluminio. La mayoría no tenía casa y, después de dormir en los alrededores de la biblioteca, encontraban en aquel sitio un buen hogar donde contemplar las horas consumirse.

Las personas acudían con la "esperanza" de encontrar algún indicio sobre el destino de sus familiares

Además de los regulares, estaban los visitantes ocasionales, en su mayoría estudiantes de historia; los 'desubicados', que preguntaban si por allí se llegaba a los baños, y un último segmento compuesto por aquellos que buscaban a familiares desaparecidos en las fotos publicadas por los periódicos de crónica roja, principalmente en El Caleño. Agotados todos los recursos y después de varios años de espera desoladora, las personas acudían con la "esperanza" de encontrar algún indicio sobre el destino de sus familiares.

Podía reconocerlas por su paso temeroso y su mirada esquiva. La mayoría se detenía, dudando, uno o dos escalones antes de poner ambos pies en las baldosas. Luego, franqueaban ese umbral de miedo en el que parecían preguntarse si valía la pena remover la tierra en los viejos anaqueles de la hemeroteca para descubrir una fatalidad. Algunos creían que sus familiares podían seguir vivos, en paraderos desconocidos, pero con el corazón marchando. Se acercaban y me consultaban la ubicación del diario X, publicado a partir de la fecha Y. Me ponía de pie y los acompañaba. No eran más de diez pasos, pero bastaba para la confesión:

— Estoy buscando a un familiar desaparecido.

Yo trabajaba en silencio, sacaba los ejemplares, los ponía sobre la mesa y, como si vendiera una taza de café, les pedía respetar ciertos procedimientos para el manejo de esos periódicos con varios años de antigüedad. Regresaba a mi lugar, detrás de un escritorio, con un libro en el medio, y levantaba la cabeza de vez en cuando para examinar las expresiones en esa otra cara. Si había "suerte", se acercaban con el llanto contenido y me pedían permiso para subir a la fotocopiadora, explicándome que necesitaban una copia para adelantar tramites de solicitud de indemnización como víctimas del conflicto.

Yo asentía sin levantar mucho la cara y trataba de pensar en lo que haría más tarde: llegar a casa, seguir leyendo, escribir un poco. Buscaba olvidar lo que hace nueve años se quedó impreso en la memoria.

Lloró tan fuerte que toda la sala se volteó para mirarnos

Un día llegó una mujer, dudó en las escaleras, se acercó con pasó tembloroso y me sonrió antes de pedirme el periódico. A diferencia de los demás, me preguntó si podía ayudarle a buscar. Me senté a su lado y la vi pasar las páginas hasta que la "suerte" se volvió una chapola negra saliendo de su boca. Lloró tan fuerte que toda la sala se volteó para mirarnos. Corrí a traerle agua, convencido de que iba a desmayarse. Después de beberla, la ayudé a subir las escaleras hasta la fotocopiadora. Esa misma noche, intenté escribir un poema sobre lo que había visto. Algunas palabras que se convirtieron en un apéndice de la memoria.

La mujer, /piel de canela, /ojos de nube, /sonrió al verme, / en sus manos / rodaba el polvo de los años, /la espera / y la soledad, /material con que estaba tejida su piel. / Indagó por las huellas/ de un hombre. / No quería encontrarlo. / Inerte, /los dos luceros hechos ocasos, / el hombre / dormía su sueño eterno sobre la hierba. / La mujer, / ojos de nube, / llovió...

Renuncié a los pocos días de aquel suceso. No tenía el coraje para seguir escudriñando sobre esa tierra mortecina. La guerra en Colombia la llevamos adentro, desde niños, nos acompaña en la calle, la escuela e incluso a la biblioteca. Eso me quedó claro en ese momento. Abandoné mi país al año siguiente, sin que él me abandonara a mí. Por eso acabé regresando.

Los diarios se seguirán llenando de noticias luctuosas. Las personas seguirán bajando temblorosas, dudando en cada escalón

La firma del acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC en el 2016 significó una bocanada de aire. Ese día salieron lágrimas, pero de alegría.

Sin embargo, hoy, mientras leo que más de 280 líderes sociales han sido asesinados desde el año en que se firmó la paz, y mientras contemplo la fotografía de siete personas masacradas en Argelia, Cauca, me queda claro que no ha terminado. Los diarios se seguirán llenando de noticias luctuosas. Las personas seguirán bajando temblorosas, dudando en cada escalón. Sólo los bibliotecarios cambiaremos, nos iremos, exhaustos de ayudar en esa pesquisa terrible de poner nombre a los muertos.

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