2016: el año en que la democracia sucumbió
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2016: el año en que la democracia sucumbió

La victoria de Trump simboliza la pérdida de calidad de una democracia liberal-representativa en la que la ilusión de libertad y el individualismo han relegado a un segundo plano la ideología. Una ideología que sucumbe ante reduccionismos de la realidad en los que el mensaje político y su orientación a las audiencias obligan a repensar si brevedad, espectáculo y simplicidad son nuevos valores asentados en los sistemas representativos occidentales.

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Foto de un simpatizante demócrata en la noche electoral tras conocer los resultados/EFE

Este artículo ha sido escrito conjuntamente con Egoitz Gago Antón, doctor en Estudios de Paz de la Universidad de Bradford

Sin lugar a dudas, el año 2016 ha sido un annus horribilis para la democracia liberal-representativa, tal y como la concebimos. Un año que empezó con la victoria electoral del Partido Popular, luego el Brexit, y que ha continuado con la negativa al plebiscito colombiano por la paz, para tomar como corolario la insospechada victoria electoral de ayer, por parte de Donald Trump.

En diciembre de 2015, y por duplicado, en junio de 2016, el Partido Popular ganaba sin paliativos las elecciones generales. Algo difícil de entender, en la medida en que España tenía ante sí la perfecta oportunidad de poner fin a cuatro años de desgobierno. Cuatro años de un mandato político de un partido que, recordemos, imputado, en ocasiones parecía más una banda criminal. Un partido que ha sido el máximo enemigo de una democracia que secuestró a su antojo en forma de pauperización social, reducción del gasto público y desmantelamiento del Estado de bienestar. Un partido que ha criminalizado la protesta civil y ha envilecido su política migratoria, toda vez que incrementaba el gasto militar y respondía condescendientemente a la corrupción. Tras todo ello, el premio era el de casi ocho millones de votantes.

La democracia, entendida como mera participación electoral puntual no pasa por su mejor momento. Y sin duda, somos nosotros, la ciudadanía, el primer responsable.

Algo parecido sucedía con el referéndum británico que debía decidir la continuidad del Reino Unido en la Unión Europea. Una suerte de crónica de una muerte anunciada, en buena medida favorecida por el hecho de que la Unión Europea fue, con los años, socavando ese imaginario común de valores democráticos compartidos que debían sustantivar el proceso de integración. Ni potencia civil, ni gobernanza multinivel, ni nada que se le parezca. Basta recordar la gestión de la crisis financiera con Grecia o la gestión de la crisis migratoria con Siria. El Brexit, más que causa era consecuencia de un proyecto en situación crítica que, antes que tarde, debía repensarse. No obstante, lo anterior no es óbice para no remarcar una posición, la británica, en la que intolerancia, insolidaridad y racismo coadyuvaron el resultado con el que se ponía fin a algo más de cuatro décadas de presencia en el proceso comunitario.

Por si fuera poco, el pasado 2 de octubre, Colombia tenía ante sí la posibilidad de poner fin a cincuenta y dos años de conflicto armado haciendo uso de uno de los mejores, si no el mejor, acuerdo de paz jamás firmado con un grupo guerrillero como las FARC. Un acuerdo que integraba una profunda transformación estructural y territorial del Estado colombiano y que abogaba por una intervención, fundamentalmente, sobre los condicionantes estructurales y simbólicos que sostuvieron el conflicto armado más longevo de todo el hemisferio occidental. El resultado del plebiscito, fuertemente desdibujado por la abstención y el recelo al acuerdo, en el fondo respondía a una mezcla de indiferencia y egoísmo de una sociedad con un profundo déficit de capital social que, aunque vive en uno de los Estados estructuralmente más violentos del continente, prefirió evitar cualquier atisbo de normalización política en el paso de las urnas a las armas por parte de la guerrilla.

Finalmente, el corolario no podía ser otro que la victoria electoral de Trump. Una victoria que simboliza la pérdida de calidad de una democracia liberal-representativa en la que la ilusión de libertad y el individualismo han relegado a un segundo plano la ideología. Una ideología que sucumbe ante reduccionismos de la realidad en los que el mensaje político y su orientación a las audiencias obligan a repensar si brevedad, espectáculo y simplicidad son nuevos valores asentados en los sistemas representativos occidentales.

Por todo lo anterior, la democracia, entendida como mera participación electoral puntual no pasa por su mejor momento. Y sin duda, somos nosotros, la ciudadanía, el primer responsable. Baste con observar los cuatro casos planteados. Cuatro ejemplos en los que el individualismo, la falta de compromiso con el bien común, la ausencia de solidaridad o de empatía, son preocupantes valores compartidos que nos obligan a pensar en qué medida somos responsables directos del fracaso de la democracia. Una democracia que, en 2016, ha encontrado un año para el olvido.