¿Cómo llega el ELN al diálogo de paz en Colombia?

¿Cómo llega el ELN al diálogo de paz en Colombia?

El ELN llega a la negociación con un importante arraigo, nada desdeñable, en el oriente y nororiente del país, que es donde se condensan sus principales fuentes de financiación, como el narcotráfico, la extorsión al capital extractivo, el secuestro y el contrabando a lo largo de la frontera con buena parte de Venezuela.

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Foto de los jefes negociadores del Gobierno colombiano y la guerrilla del ELN en Caracas/EFE

El Ejército de Liberación Nacional (ELN), como sucediera con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), surge a mediados de los sesenta, en un contexto de profundo déficit democrático -el Partido Comunista había sido ilegalizado en 1956- y de ingente exclusión económica y social. Sin embargo, a diferencia de las FARC, la proximidad con la Revolución Cubana, la extrapolación de los principios teóricos del guevarismo, así como una mayor impronta urbana e intelectual, hacen que el ELN resulte una guerrilla muy diferente a las FARC.

Su carácter ortodoxo ha estado presente, igualmente, en la relación con las bases sociales y con el propio proyecto político per se, mucho más sólido y elaborado que el de las FARC. Se trata de una guerrilla que, verdaderamente, comienza a desarrollarse en la década de los ochenta, si bien es cierto que, por su propia estructura ortodoxa, la caída de la Unión Soviética le genera una profunda crisis de identidad que invita a una suerte de escisiones y dificultades a inicios de los noventa.

Mientras que los noventa es para la guerrilla comandada por "Manuel Marulanda" la década del desdoblamiento de frentes y de la paulatina entrada en el narcotráfico -inicialmente, como medio para derrocar al Estado del poder-, el ELN mantiene, pese a todo, una tendencia in crescendo de sus estructuras. Empero, el casi aniquilamiento del paramilitarismo, especialmente en Antioquia, Bolívar o Santander -algunos de sus enclaves tradicionales-, así como la guerra contra las FARC en otros escenarios, como Nariño o Arauca, unido a la ventaja competitiva militarmente de la Fuerza Pública colombiana, contribuyeron a que hoy en día se estime que su pie de fuerza es casi un 70% más débil que el de hace una década. Es decir, si a inicios del siglo XXI esta guerrilla disponía de más de 4.500 efectivos y otros tantos milicianos en casi 150 municipios del país, hoy en día, los combatientes son menos de 1.500 y los enclaves de control territorial se han reducido muy sustancialmente. Tanto que, en este proceso de paulatino debilitamiento, elementos como el reclutamiento forzoso en algunos frentes de guerra y la proximidad al narcotráfico terminaron por desnaturalizar a la guerrilla.

El ELN, como las FARC y el propio Santos, saben que el tiempo corre a favor de quienes buscan instrumentalizar el proceso como arma electoral para las elecciones presidenciales de 2018.

A pesar de lo expuesto, este grupo armado llega a la negociación con un importante arraigo, nada desdeñable, en el oriente y nororiente del país, que es donde se condensan sus principales fuentes de financiación, como el narcotráfico, la extorsión al capital extractivo, el secuestro y el contrabando a lo largo de la frontera con buena parte de Venezuela. Precisamente, es en Arauca, bajo el dominio del Frente de Guerra Oriental, comandado por Pablito, donde se focaliza casi la tercera parte de la fuerza armada de la guerrilla además del frente más díscolo con un eventual escenario de negociación. Algo similar a lo que podría suceder en el Pacífico, donde opera un débil Frente de Guerra Suroccidental que, en el marco de una desmovilización de las FARC, podría disputar a los otros grupos criminales los ingentes enclaves cocaleros de Cauca y Nariño, donde cabría pensar en el abandono del poder, por la dejación de armas, de los frentes 6 y 29 de las FARC.

Es decir, la aparente debilidad del ELN, por ende, amerita de matices. El vacío de poder ante una desmovilización de las FARC abre una ventana de oportunidad frente a lo atractivo del control sobre los escenarios cocaleros. A ello se suma una estructura mucho más federal, donde la jerarquía de mando es mucho menos evidente que en el caso de las FARC, especialmente, si se tiene en consideración que el frente más díscolo es a su vez el más poderoso. Otros elementos que tener en cuenta serían, por ejemplo, que el equipo negociador se encuentra dirigido por Antonio García, experimentado líder militar de marcada impronta beligerante, y que al diálogo se llega en un momento en el que el total de operativos de la Fuerza Pública ha pasado de 67 acciones en 2012 a más de 200 el pasado año. Esto es, bajo visos notables de intensificación. Algo que, a su vez, puede entenderse como un intento de demostración de fuerza por parte de una guerrilla que no quiere proyectar una imagen de derrota.

Sea como fuere, y llamando al optimismo, un buen inicio reposa, nuevamente, en recurrir a garantes y acompañantes internacionales con los que legitimar y respaldar el proceso de negociación. Igualmente, en utilizar agendas breves, de seis puntos, muy similar a la de las FARC, y en llevar la negociación a un escenario fuera del país. Asimismo, será imperativo, para generar confianza mutua, que se reduzcan las hostilidades y que se liberen a los más de 130 secuestrados que, actualmente, tiene el ELN.

Aunque se pudiera pensar que este paso llega en un momento de incertidumbre, más bien es todo lo contrario. Tras el Premio Nobel de Paz, el presidente Juan Manuel Santos ocupa la centralidad política y los movimientos de las FARC, llamando al diálogo, del mismo modo que las reuniones y audiencias con la oposición muestran que, ni mucho menos, dicho proceso está muerto. Más bien, todo lo contrario. Se trata de un proceso irreversible que, según cuál sea el grado de compromiso con la paz de la oposición, finalmente incluirá algunas matizaciones a lo ya negociado o, por el contrario, se resolverá vía fast track, con respaldo del Legislativo. El ELN, como las FARC y el propio Santos, saben que el tiempo corre a favor de quienes buscan instrumentalizar el proceso como arma electoral para las elecciones presidenciales de 2018 y, por ende, es momento de avanzar con paso firme en aras de desactivar un conflicto, vigente en Colombia, por más de medio siglo.