1814

1814

Pretender que la democracia consiste simplemente en depositar un voto es absurdo. Si así fuera, cualquier sociedad podría ser demócrata de la noche a la mañana, todo consistiría en sacar las urnas a la calle y contabilizar los resultados. Pero la democracia así entendida es una simplificación. O, peor aún, un travestismo.

A lo largo de todo este año se ha hablado con insistencia de dos fechas cuyo centenario conmemoramos, 1714 y 1914, pero se ha ignorado una tercera que para los demócratas españoles posee una especial relevancia. Voy a explicar por qué.

La primera vez que se usó en España el concepto de soberanía popular fue a finales del XVIII. Tras el triunfo de la Revolución Francesa, algunos progresistas comenzaron a idealizar al pueblo en sus escritos, elogiando sus virtudes y denominándolo el mejor de los amos. En la Oda a Padilla de Quintana, las masas populares se rebelan contra la tiranía y, derribando cetros y coronas, recuperan sus legítimos derechos. El levantamiento popular contra Napoleón pareció confirmar esa profecía. Sin embargo, tras la derrota de los franceses en 1814, los liberales comprobaron de manera empírica, más allá de elucubraciones teóricas, que se habían equivocado en sus apreciaciones. Ese mismo pueblo que tanto habían glorificado en sus escritos, exaltando su afán de libertad y sus deseos de justicia, destruía ahora las recién colocadas lápidas de la Constitución de Cádiz, los insultaba por las calles en algaradas multitudinarias, allanaba sus casas y pedía a voces que fueran ejecutados. Desde la cárcel o desde el exilio, los liberales se vieron obligados a reconocer que el pueblo español no estaba guiado por las ideas nobles que ellos proclamaban, sino por las burdas manipulaciones de la Iglesia católica. Tras el fracaso del Trienio Liberal, Estanislao de Cosca Vayo menciona la creación de El Ángel Exterminador, una sociedad secreta dominada por los frailes que empleaba el fanatismo religioso de las clases bajas para neutralizar a los que se oponían a sus intereses. Era, según advierte Vayo con amarga ironía, una forma peculiar de entender el concepto de democracia.

Desde los púlpitos y desde los confesionarios, con afirmaciones alarmistas y acusaciones falsas, los frailes adoctrinaban al pueblo y lo empujaban en la dirección que mejor les convenía. Los liberales se encontraron así en una situación paradójica, ya que el concepto de soberanía popular, sobre el que se asentaba su proyecto de cambio, favorecía las posturas reaccionarias de sus adversarios.

La constatación de esta realidad sabemos que introdujo en sus filas el desánimo, pero también el desconcierto. Algunos liberales, como Alcalá Galiano y Mesonero Romanos, o el mismo Quintana, dolidos por verse objeto de un odio que no merecían, reaccionaron diferenciando entre pueblo y populacho. Un término tan elevado como el de pueblo, decían, sólo puede aplicarse a aquella parte de la sociedad que analiza racionalmente los problemas y toma decisiones inteligentes, no a la masa embrutecida que carece del hábito de pensar y se deja manipular por desaprensivos sin escrúpulos. Otros liberales, en cambio, más coherentes con el concepto de soberanía popular, intentaron fanatizar al pueblo en sentido contrario, empleando contra los frailes la misma estrategia envenenada que habían usado ellos durante siglos para destruir a sus enemigos. Las matanzas de religiosos y las quemas de iglesias que tuvieron lugar en los años de 1834 y 1835, las primeras de que se tiene noticia en España, prueban que consiguieron parcialmente sus objetivos. Sin embargo, otros progresistas como Blanco White, Larra y José Somoza, se negaron a recurrir a un método que, además de repugnar a lo más íntimo de sus conciencias, avivaba un enfrentamiento fratricida en la sociedad española, y propusieron una solución más acorde con sus convicciones. Educar al pueblo era la alternativa más lenta y trabajosa, pero también la única que garantizaba una solución definitiva del problema. Que no era un objetivo fácil de conseguir, ellos mismos tendrían la ocasión de comprobarlo.

Sin saberlo, los liberales de principios del XIX se habían topado con lo que Antonio Gramsci calificaría un siglo más tarde con el término de hegemonía. Confrontado con la experiencia del fascismo italiano, tan experto en emplear todos los medios a su alcance para adoctrinar a las masas, el marxista italiano constató que quien tiene el poder en una sociedad no es el pueblo, sino quien lo controla. Pero la forma en que se ejerce ese control es difícil de precisar. La hegemonía no tiene nada que ver con la fuerza bruta, se podría incluso decir que se oponen.

Cuando un grupo tiene que recurrir a la violencia para gobernar, es una prueba evidente de que no ha sido capaz de imponerse de manera efectiva. La hegemonía es una forma de poder que se ejerce de manera indirecta, imperceptiblemente, y es tanto más eficaz cuanto más invisible sea su acción. Se transmite a través de medios muy variados, desde la familia y los círculos de amigos, hasta la literatura, el arte y la interpretación de la historia, sin excluir esas áreas de conocimiento que solemos denominar científicas. La hegemonía es una fuerza que penetra la actividad cotidiana de las personas y se percibe como algo lógico y natural. Se internaliza, se vive, se respira, como si formara parte de la atmósfera que nos rodea y marcara los límites de la razón y del sentido común. Por eso no despierta rechazo. Lo que parecen actividades desinteresadas, no lo son. Cuando la hegemonía se ejerce de manera eficaz, escritores, artistas, historiadores, maestros, lingüistas, profesores universitarios, científicos, periodistas, filósofos, arqueólogos, todos los que elaboran y transmiten el conocimiento en una sociedad determinada, colaboran consciente o inconscientemente para cimentarla. Hay dos factores que contribuyen de manera decisiva para lograr ese fin: la escuela y los medios de comunicación. Quien quiera comprobar cómo se ejerce la hegemonía de una forma inteligente, sólo tiene que observar la forma en que la han ejercido y la ejercen las élites del mundo anglosajón, dentro y fuera de su territorio.

Hablar de voluntad popular sin tener en cuenta estas realidades sólo puede deberse a dos causas: a malicia o a ignorancia. La democracia, ese sistema que se basa en el ambiguo concepto de voluntad popular, está realmente dominada por los grupos que detentan la hegemonía. Los liberales de principios del XIX así lo constataron y nosotros, dos siglos después, no deberíamos ignorarlo. El bienestar y el éxito de una sociedad depende de que los que realmente controlan el poder se comporten de manera inteligente, de que sepan negociar, ceder, llegar a acuerdos. Si no lo hacen, la sociedad caminará al desastre. Cuando se usa el concepto de democracia para sacar adelante una agenda que sirve para dividir y confrontar a la población, los que lo hacen se están comportando más bien como los frailes de principios del XIX, que recurrían a la voluntad popular para legitimar sus intereses, que como auténticos demócratas. Hay dos palabras para referirse a ese peligroso comportamiento: populismo y demagogia. Las dos están formadas de raíces que implican una relación con el pueblo, pero no tienen nada que ver con el concepto de democracia. Pretender que la democracia consiste simplemente en depositar un voto es absurdo. Si así fuera, cualquier sociedad podría ser demócrata de la noche a la mañana, todo consistiría en sacar las urnas a la calle y contabilizar los resultados. Pero la democracia así entendida es una simplificación. O, peor aún, un travestismo. Si se hace votar a una sociedad con espíritu tribal, aplicará ese mismo espíritu en las votaciones. Si se hace votar a una sociedad dominada por el fanatismo, el racismo, la violencia y la intolerancia, no dejará por ello de ser fanática, racista, violenta e intolerante. Si Fernando VII hubiera decidido convocar elecciones a su regreso a España en 1814 por pensar que conveía a sus intereses, no hay duda de que, teniendo a la inmensa mayoría del pueblo a su favor por la eficaz acción propagandística del clero, las habría ganado con facilidad. Pero si hubiera utilizado el mandato otorgado por el pueblo para hacer lo que de hecho hizo, perseguir a sus rivales y enviarlos a la cárcel o al exilio, cuando no al cadalso, tenemos que convenir en que sería muy problemático aplicar a ese sistema el calificativo de democrático. La democracia es algo mucho más complejo y sutil que sacar las urnas a la calle. La consulta popular es uno de sus componentes esenciales, pero no el único, ni siquiera el más importante. Para que una sociedad pueda denominarse democrática, deben producirse en ella cambios que no consisten simplemente en convocar elecciones.

Lo que nos lleva de nuevo al problema que se les planteaba a los liberales de principios del XIX, así como al modo de resolverlo. Llevar al pueblo en una u otra dirección es relativamente fácil: todo estriba en marcarse un objetivo claro y disponer de los medios necesarios para llevarlo a cabo. Los frailes controlaban en 1814 la voluntad popular a través de los púlpitos y de los confesionarios, otros pueden hacerlo a través de las escuelas y de los medios de comunicación. Los regímenes totalitarios han sido siempre maestros en ese tipo de adoctrinamiento. Pero, del mismo modo que no puede confundirse la democracia con el acto de votar, tampoco debe confundirse educar con adoctrinar. Educar al pueblo, sobre todo cuando posee hábitos de autoritarismo e intolerancia heredados de varios siglos, no implica tan sólo obligarle a ir a la escuela. Exige cambiar su comportamiento y sus procesos mentales. Adoctrinar a una sociedad, fanatizarla en un sentido u otro es peligrosamente simple: quien cree en un dios, sea el que fuere, y está dispuesto a luchar y sufrir por él (y, sobre todo, a hacer sufrir a los demás), puede empezar a creer fanáticamente en cualquier otro ídolo o doctrina sagrada. No es necesario modificar actitudes, es suficiente proclamar un nuevo credo, cambiar una clavija. Por eso el marxismo y los nacionalismos han tenido (y aún tienen) tanto éxito, porque suplantan la religión por otro tipo de fe y de mística que posee tintes marcadamente similares. Los que mataban judíos en nombre del cristianismo pueden hacerlo en nombre de la raza aria o de la nación alemana. Los que perseguían ateos en nombre de la Iglesia católica, pueden perseguir frailes en nombre de la lucha de clases o de la diosa Razón.

Pero educar al pueblo implica cambios más profundos. Implica hacerle entender que hay personas a mi alrededor que no piensan como yo, pero que no por ello merecen ser tratados con menos respeto que el que yo deseo para mí, y que eso exige ceder algo en mis aspiraciones, porque sólo así conseguiré que ellos cedan a su vez. Implica hacerle entender que la estabilidad y el éxito de una sociedad está basada en hacer renuncias y en realizar concesiones. Pero sacar a un pueblo del terreno de las esencias eternas, cuando su mente ha funcionado durante siglos en esa frecuencia, no es fácil. Entre otras cosas, porque para conseguirlo es preciso hacer que cambien sus dirigentes. En España creímos haberlo conseguido en la época de la Transición, pensamos que por algún extraño fenómeno, difícil de explicar, las clases dirigentes y la sociedad en general habían finalmente aprendido la lección de varios siglos de desastres y guerras civiles, que por fin habían madurado, que los principales grupos que la componían eran capaces de negociar una solución pactada en la que todos cedían algo para conseguir algo a cambio. Luego, sin embargo, hemos tenido la oportunidad de comprobar que lo que suponíamos dictado por la madurez y el sentido común (o por la inteligencia, entendida en un sentido más profundo que el de astucia o picaresca), se debía simplemente al miedo, que algunos interpretaron la negociación como una estrategia coyuntural que les convencía adoptar en aquel momento, pero que no implicaba un compromiso vinculante de cara al futuro. Por ello, nada más que perdieron el miedo y creyeron encontrar la ocasión propicia, desdeñaron acuerdos y se replegaron a su posiciones iniciales. Ese comportamiento implica una absoluta falta de madurez democrática, por más que se ampare en el concepto de voluntad popular y reivindique la necesidad de sacar las urnas a la calle.

Al igual que sucediera en 1814, los demócratas españoles nos encontramos ahora en la paradójica situación de que las mismas bases en que se fundamenta nuestro proyecto de convivencia pueden usarse por parte de ciertos grupos para destruirlo. Los frailes recurrieron entonces al concepto de voluntad popular para mantener sus privilegios de clase e impedir la implantación de la constitución de Cádiz, y los nacionalistas catalanes recurren ahora a ese mismo concepto para sacar adelante su sueño mesiánico, defendiendo sus intereses particulares y haciendo caso omiso de la constitución vigente. O, por decirlo en otras palabras, de la voluntad y los intereses de la mayoría. Se proponen revivir el enfrentamiento de 1714, esa fecha para ellos tan emblemática, con la intención de invertir el resultado de aquella contienda y convertir la derrota en una victoria. Pero de ese modo han abocado a la democracia española a un nuevo 1814, una fecha que no deja de ser para nosotros tan emblemática (e incluyo en el "nosotros" también a los catalanes) como lo es para ellos la del siglo anterior. La derrota del proyecto liberal a principios del XIX destruyó la posibilidad de crear en España una sociedad libre y democrática, y, a modo de inevitable secuela, como bien supo predecir Blanco White desde su exilio en Londres, causó mucha sangre y mucho sufrimiento a los españoles. Ahora, exactamente doscientos años después, los demócratas españoles nos encontramos con un enfrentamiento que no hemos buscado y que hubiéramos preferido ciertamente que no se produjera. Porque, a diferencia de lo acontecido hace dos siglos, el ataque proviene de un grupo al que siempre hemos considerado nuestro aliado y con el que varias veces hemos compartido cárceles y exilios. No creo que haya muchos motivos para salir a la calle a celebrar nada.