Arrancar árboles

Arrancar árboles

Los acuerdos de la Transición nos permitieron crear una sociedad en la que reverberan las ideas avanzadas de nuestra tradición progresista: moderna, abierta, plural, respetuosa con la diferencia... Eso no quiere decir que debamos idealizarla. Las deficiencias de que adolece son muchas, como los últimos años se han encargado de probar, pero en nuestra mano está corregirlas.

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El hambre de Madrid (1818), de José Aparicio/WIKIPEDIA

Cuando las tropas napoleónicas abandonaron Madrid en 1813, grupos de trabajadores enfurecidos arrancaron los árboles que había mandado plantar José Bonaparte entre el Palacio Real y la Puerta de Castilla. Un comportamiento similar se observa en el cuadro de José Aparicio El hambre en Madrid, en el que los integrantes de una familia prefieren morir de hambre antes que aceptar el pan que les ofrecen unos soldados franceses.

A principios del XIX, por determinadas circunstancias históricas, se generaliza en España una actitud irracional de rechazo hacia todo lo considerado francés. Lo nuestro se impone como una categoría de juicio que marca los límites de lo aceptable. Esa actitud se extendió a ideas que poseían una buena parte de las élites cultas y que eran indispensables para solucionar los problemas del país. Napoleón había justificado la invasión afirmando que quería ayudar a los españoles a modernizar sus antiguas estructuras, por lo que todo lo asociado con ese programa reformador adquirió peligrosas connotaciones. Los colaboracionistas debieron exiliarse. Pero no solo ellos. También los liberales que habían luchado contra los franceses siguieron el mismo camino. Los grupos más reaccionarios aprovecharon la coyuntura favorable que se les presentaba para monopolizar el concepto de lo español y acusar a sus rivales de renegados y traidores, exigiendo que la represión se extendiera a todos los que no compartían su ideario. De ese modo, enajenaron de la realidad nacional a algunos de sus miembros más valiosos y la modernización del país sufrió un duro revés. La guerra contra los franceses, gloriosa por muchas razones, tuvo también en otros aspectos consecuencias muy graves.

A partir de 1814, para neutralizar la acción excluyente de los conservadores, los liberales se vieron en la necesidad de crear una nueva identidad nacional que les permitiera arraigar sus ideas en suelo peninsular. Esa nueva identidad se fundó en una interpretación de la historia que se oponía punto por punto a la existente hasta entonces. Nuevas tradiciones, nuevos héroes, nuevos mitos. En mi libro España al revés analizo el proceso en detalle. El imaginario nacional quedó así fragmentado en dos mitades opuestas y hostiles. De esas fechas data el certificado de nacimiento de las dos Españas. No es de extrañar que las guerras civiles se sucedieran a lo largo del XIX, culminando en la más destructiva de todas, la de 1936-9. Y los árboles siguieron arrancándose. El exilio se convirtió en uno de los rasgos característicos de nuestra historia moderna. Y la necesaria modernización del país debió esperar.

La turbulenta historia española de los dos últimos siglos es producto de esa fractura. Hasta hace bien poco, por egoísmo o por torpeza, ni los conservadores comprendieron la necesidad de hallar una salida pactada de la situación para sacar al país de su marasmo, ni los progresistas fueron capaces de sacar adelante su programa. Blanco White, desde su exilio en Inglaterra, comprendió bien la tragedia de un país en el que los grupos más reaccionarios controlaban los resortes del poder, pero sin disponer de una alternativa válida de futuro, mientras que los progresistas, que representaban esa alternativa, carecían de los medios para implementarla. Cuando hablo de medios, me refiero también (como hacía el escritor sevillano) a la habilidad para tomar las decisiones correctas y sacar provecho de las circunstancias.

Esa habilidad es la que hoy está de nuevo en entredicho.

Si queremos dejar atrás la desastrosa experiencia de los dos últimos siglos, deberíamos eliminar la tradición de rechazar irracionalmente todo aquello que asociamos con la iniciativa o los intereses de nuestros adversarios.

Porque si la modernización del país encontró a principios del XIX un poderoso obstáculo en la retórica empleada por los franceses para justificar su invasión, la forma en que se llevó finalmente a cabo el proceso en la segunda mitad del XX entrañó asimismo peculiaridades que han permitido a ciertos grupos poner en entredicho sus logros. Sólo que por razones que, contempladas a la luz de la historia, tienen ahora mucho de paradójicas. No ya por servir de disfraz al deseo de dominio de una potencia extranjera, sino por asociarse con los intereses de esas mismas fuerzas que durante siglos se habían opuesto a su implantación.

Con su habitual perspicacia, Juan Goytisolo llamó la atención sobre el problema en El furgón de cola, un libro de ensayos aparecido en 1967, cuando los tecnócratas del franquismo, superada la etapa inicial de aislamiento y autarquía, se hallaban embarcados en pleno desarrollismo económico. Observando el creciente bienestar material de que empezaban a disfrutar sus paisanos, consideraba Goytisolo que era una cruel ironía que el proyecto por el que tantos idealistas habían combatido en el pasado, lo estuvieran llevando a cabo precisamente los representantes de un régimen creado para abortarlo. El dato no es en absoluto irrelevante, ya que la transformación económica del país, en lugar de percibirse como el resultado lógico de un proceso de modernización avalado por las fuerzas progresistas, ha quedado en parte asociado al cálculo oportunista de un régimen dictatorial.

Pero el desplazamiento no se limitó al terreno económico. Algo similar sucedió en la escena política. La democratización del país, el otro gran pilar del cambio, en lugar de producirse, como era de esperar, porque los progresistas lograran resolver a su favor un conflicto que se había prolongado por siglos, quedó vinculada a un acto de conciliación apadrinado por fuerzas asociadas con el franquismo. Eso, además, en un país en el que los acuerdos se han percibido siempre, no como algo bueno y necesario, sino como una traición a principios considerados innegociables. El desapego de una buena parte de las izquierdas frente al actual sistema democrático encuentra ahí su explicación.

La tragedia de los progresistas españoles (no se me ocurre denominarlo de otro modo) radica en el hecho de que sus adversarios les han robado protagonismo incluso en la supervisión de un proyecto que, por historia, deberían haber tutelado ellos. Los conservadores no sólo obstaculizaron por siglos la modernización de España, afirmando que las ideas en que se basaba eran extrañas a nuestra idiosincrasia y representaban una amenaza para la nación, sino que, cuando comprendieron que el proceso redundaba en su beneficio, supieron adaptaron a las circunstancias y tomaron las medidas necesarias para llevarlo a cabo.

Como resultado, los españoles confrontamos ahora una situación en cierto modo parecida a la de hace dos siglos, aunque por razones muy diferentes. Que los liberales españoles de la época fernandina estaban imbuidos de ideas francesas es algo que pocos discuten. Los conservadores supieron aprovechar ese pecado original para excitar el nacionalismo de sus paisanos, enajenar a sus enemigos e impedir que el proyecto arraigara en nuestro suelo.

De manera similar, el pecado original de nuestra democracia está siendo usado por sus enemigos para desprestigiarla. Pero, como a principios del XIX, debemos decidir si lo importante es lo que se hace o quién lo hace. Los acuerdos de la Transición nos permitieron crear una sociedad en la que reverberan las ideas avanzadas de nuestra tradición progresista: moderna, abierta, plural, respetuosa con la diferencia... Eso no quiere decir que debamos idealizarla. Las deficiencias de que adolece son muchas, como los últimos años se han encargado de probar, pero en nuestra mano está corregirlas. No podemos responsabilizar al sistema de problemas que, a fin de cuentas, han sido causados por la torpeza y el egoísmo de las personas.

Si queremos dejar atrás la desastrosa experiencia de los dos últimos siglos, deberíamos eliminar la tradición de rechazar irracionalmente todo aquello que asociamos con la iniciativa o los intereses de nuestros adversarios. Las acciones son buenas por los efectos que producen y las posibilidades que generan, no porque las lleven a cabo personas o grupos con los que nos identificamos. Sobre todo cuando se da la paradójica circunstancia de que nuestros adversarios, por su propia conveniencia, deciden apoyar un proyecto que en buena lógica, si nos atenemos a la historia, deberíamos considerar nuestro.

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