Crisis, transiciones, revoluciones

Crisis, transiciones, revoluciones

EFE

Desde que Carod Rovira y otros dirigentes políticos publicaran en 2004 el manifiesto Por una segunda transición democrática y plurinacional, grupos independentistas y radicales de izquierdas han logrado imponer el relato de que la Transición fue un fiasco. No puedo estar de acuerdo con ellos. Por el contrario, considero que en esa etapa se produjo la revolución más profunda que ha experimentado nuestra sociedad en su historia reciente. Inauguró entre nosotros una forma de hacer política que rompía con los moldes tradicionales. A lo que asistimos en la denominada Segunda Transición es a un intento de regresar a esos moldes.

Intentaré explicarme.

A la muerte de Franco, uno de los grandes desafíos que se nos planteaba era cancelar una etapa negra de nuestra historia de la que el régimen suponía una culminación. Pero el deseo de superar el franquismo podía llevarse a cabo en dos direcciones distintas: haciendo lo contrario de lo que hacía la dictadura o haciéndolo de manera contraria. Lo que parece un juego de palabras, no lo es. Encubre una diferencia que considero esencial.

La primera opción es a primera vista la más radical, si bien, analizada en profundidad, se limita a prolongar una determinada manera de hacer las cosas, sólo que con diferentes resultados. Afecta al qué, no al cómo. La segunda, aunque más moderada en la superficie, modifica prácticas de comportamiento arraigadas por siglos, por lo que, si consigue materializarse, implica una revolución de mayor calado. Una cosa es imponerle al otro mis ideas del mismo modo que él me impuso las suyas, y otra, mucho más ardua, consiste en aceptar que nuestros adversarios, aunque no piensen como nosotros, merecen que se respete su espacio.

La primera alternativa implica un cambio radical en las decisiones del poder. La segunda, un cambio radical en la forma de ejercer el poder.

Aplicando el primer criterio, la oposición más contundente al franquismo sería aquella que hacía lo opuesto que la dictadura. Si el franquismo consideraba a la Iglesia católica como su más firme aliado, los que querían desmantelar su legado debían evidenciar un anticlericalismo visceral. Si el franquismo propagó una idea maniquea de la guerra civil en la que ellos eran los buenos y los republicanos los malos (el Poema de la Bestia y el Ángel de Pemán es su mejor ejemplo), sus opositores tenían que caracterizarse por invertir los términos, haciendo de los ángeles, monstruos, y de los monstruos, ángeles. Si el franquismo se empeñaba en imponer un furibundo nacionalismo español acuñado en moldes castellanos, negándose a reconocer la variedad lingüística y cultural que nos caracteriza, sus adversarios más radicales serían aquellos que atacaban sin matices la labor histórica de España, fomentando todo lo que ayudaba a socavar los cimientos de una identidad considerada intrínsecamente opresora e intolerante.

Pocas transformaciones hay más complicadas de llevar a cabo en una sociedad que la de fomentar una cultura de pactos.

Por el contrario, si aplicamos el segundo criterio, el antifranquismo más extremo no era el que respondía a un radicalismo con otro, sino el que oponía al sectarismo autoritario de la dictadura una actitud abierta y dialogante.

Este cambio de paradigma es el que se ensayó en la Transición.

Aunque parezca a primera vista menos decisivo que el anterior, ya que se fundamenta en la negociación y la búsqueda de acuerdos, analizado en profundidad es mucho más revolucionario. Entre otras cosas, porque sienta las bases de un sistema democrático.

La democracia, por más que haya quien afirme lo contrario, no consiste meramente en sacar las urnas a la calle. El voto periódico constituye obviamente uno de sus componentes esenciales, pero no el único. Ni siquiera el más importante. La democracia debe su prestigio actual al hecho de que ha demostrado ser capaz de resolver en la práctica los problemas de convivencia que aquejan a cualquier sociedad. Y esos problemas no se solucionan votando. Ahí está, entre otros muchos, el caso de Irak para probarlo.

La democracia implica un cambio radical en la forma de ejercer el poder. Las distintas fuerzas políticas, en lugar de considerar a los que no comparten sus ideas como enemigos a los que es necesario eliminar (o convertir), asumen que la sociedad a la que pertenecen, como cualquier otra, está inevitablemente compuesta de grupos con ideas e intereses contrapuestos, por lo que, para facilitar la convivencia, es necesario negociar y hacer concesiones.

Un cambio de este tipo exige un alto grado de madurez. Pocas transformaciones hay más complicadas de llevar a cabo en una sociedad que la de fomentar una cultura de pactos. Porque intentar comprender el punto de vista del otro no es fácil. No tiene nada de extraño, por tanto, que si bien la historia ofrece numerosos ejemplos de países que han pasado de una dictadura a otra de signo contrario, sea mucho menos frecuente el paso de una dictadura a un sistema democrático. La tendencia a solucionar los conflictos por la fuerza, imponiendo nuestras ideas y humillando al contrario, parece ser uno de esos instintos primarios que definen al ser humano. Dominarlo exige una ardua labor de autocontrol.

En España, al igual que en La carta robada de Edgar Allan Poe, bien puede afirmarse que son muchos los que han pasado (o están pasando) por la democracia sin verla. El cambio más revolucionario que se ha producido en nuestra historia reciente, si nos atenemos a la forma de ejercer el poder, no ha ido acompañado de discursos incendiarios, choques frontales y algaradas callejeras. De esos hemos tenido unos cuantos, y todos se han solucionado de la misma manera, con guerras civiles, exilios y dictaduras.

El cambio más revolucionario es, paradójicamente, el que menos lo parece. Durante la denominada Transición, una sociedad acostumbrada al extremismo y a la crispación, consiguió de pronto, para asombro de todos, encontrar una forma diferente de solventar sus tensiones. Las distintas fuerzas políticas se sentaron alrededor de una mesa y discutieron los términos de un sistema de convivencia en el que nadie se sintiera excluido. Como consecuencia de ello, sin necesidad de grandes turbulencias, la sociedad española ha experimentado en las últimas décadas la transformación más profunda de su historia.

Con una importante excepción.

Hubo un aspecto que incumbe asimismo a la forma de ejercer el poder, y al que, por desgracia, no llegó el cambio. Según se ha podido comprobar después, la corrupción, el clientelismo y el empleo de recursos públicos para lucro personal, continuaron arraigados por décadas en nuestra escena política. Lo que no deja de sorprender, ya que un sistema como el democrático, basado en la libertad de expresión y en el balance de fuerzas, favorece la transparencia. Es difícil entender cómo la corrupción, estando tan generalizada, pudo mantenerse en secreto durante tanto tiempo. No se produjo un cambio de actitud y (más importante aún) no se introdujeron los mecanismos de control necesarios para erradicar un vicio endémico. Evidentemente, algo falló.

Cuando los escándalos comenzaron a divulgarse, grupos independentistas y radicales de izquierdas, aprovechando la coyuntura añadida de una de las más graves crisis económica que ha experimentado el país, denunciaron el pactismo de la Transición como el principal responsable de todos los problemas. Su intento de polarizar los debates y llevar la política al terreno que les interesa, encontró, debido a un hábil manejo de lo que podríamos denominar una retórica de la confusión, el apoyo de amplios círculos nacionalistas y de la izquierda moderada. En esa encrucijada es en la que nos encontramos hoy.

Pero no hay que mezclar churras con merinas. La necesaria dureza en la lucha contra la corrupción, así como la superación de una crisis económica con ramificaciones complejas, no implica en modo alguno radicalizar posiciones en el plano ideológico. Porque la intolerancia con la corrupción es buena para la democracia, pero la intolerancia con las ideas del otro, no. Todo lo contrario. Crea tensiones difíciles de resolver.

La democracia, por su mismo carácter, es refractaria a las posiciones extremas. Necesita apoyarse en partidos con capacidad para negociar espacios medios de convivencia. La Transición española no inventó nada nuevo, pero descubrió algo que los países con tradición democrática conocen bien. Las revoluciones más radicales no son las que más lo parecen, sino las que producen cambios más decisivos. Las que modifican de raíz, no sólo el poder, sino la forma de ejercerlo. Se trata de algo que nosotros creímos tener sabido hace cuarenta años, aunque los hechos están demostrando que nos queda mucho por aprender.