Cargando con la esclerosis múltiple: De principios y finales (1)

Cargando con la esclerosis múltiple: De principios y finales (1)

Getty Images/EyeEm

La naturaleza no hace nada sin propósito o sin utilidad.

Aristóteles

El hombre necesita un duelo para poder curar las heridas, y el duelo necesita un tiempo para poder desarrollarse. Sin embargo, no siempre esto es posible en la esclerosis múltiple en la que la progresividad del deterioro no tiene plazos claros, no hay un calendario marcado, previsible, con el que poder contar. Se trata de vivir en la incertidumbre.

La vida con la esclerosis múltiple es una montaña rusa permanente en la que nunca sabes como será la siguiente pendiente de descenso, hasta dónde bajarás, hasta dónde llegarás a subir después, qué altura recuperarás, si podrás evitar esa sensación en el estómago cuando te encuentras en caída libre, si podrás evitar el vértigo.

La caída te asalta por sorpresa, el hormigueo en las manos, especialmente en las yemas de tus dedos, la mano que no puedes controlar, esa pierna que arrastras, esos músculos que no te permiten ponerte en pie, la orina que no puedes contener, el pene incapaz de erguirse y de eyacular.

La última vez se difumina en el pasado, ocurre sin llegar a ser consciente de ella, cada vez puede llegar a ser la última, cada momento un final

¿Cuándo parará? ¿Qué recuperaré? ¿Podré recuperar mi vida anterior? ¿Cómo será en adelante? Subidas y bajadas día a día, hora a hora. La pérdida se produce de repente, sin previo aviso; de la noche a la mañana no percibes aquello que estás tocando, el mero tacto te resulta desagradable, tienes un manojo de alfileres concentrados en la yema de tus dedos.

¿Cuándo fue la última vez que pudiste acariciar con placer y deseo un cuerpo desnudo, con la alegre parsimonia de quien gusta demorarse en el deleite? ¿Cuándo la última vez que tus manos lo hicieron con la agitación propia de la excitación y el estremecimiento cuando ellas son las que dirigen, quieren buscar y sentir, hallar y robar?

La última vez se difumina en el pasado, ocurre sin llegar a ser consciente de ella, cada vez puede llegar a ser la última, cada momento un final.

Tantas rutinas menores que desaparecen sin poderte despedir de ellas: el vaso que puedes levantar sin derramarlo, el botón que eres capaz de introducir en el ojal, el último paseo, la última vez que conduces, el último baño en el mar, la última ducha autónoma, la última vez que pudiste orinar de pie, la última masturbación, el último coito.

Las primeras veces llevas la silla de ruedas no tanto debajo de ti sino dentro de tu cabeza

Vivir en un permanente e hipotético final puede ayudar a valorar cada momento, cada acción, cada rutina por pequeña que sea, aquello que parece carecer de importancia, una cosa menor y que hemos aprendido que podemos perder. Establecerse en el triste placer de la despedida.

Los finales siempre suponen unos principios. La primera vez que te ayudas para caminar con un bastón o unas muletas, al principio, quizás, como compañeras ocasionales, más adelante como permanentes. La primera vez que te trasladan en silla de ruedas, pendiente de los ojos de los demás, de la expresión de su cara, de sus palabras cuando se topan contigo. Las primeras veces llevas la silla de ruedas no tanto debajo de ti sino dentro de tu cabeza, solo cuando la cambias de lugar llegas a comprender sin rencor el beneficio que te supone.

Es muy difícil no vivenciar esas primeras veces de esa manera, sin la percepción de que te estás desmoronando, sin sentir que tu futuro se acaba; la primera vez que utilizas un pañal, la primera vez que has de ser lavado desnudo en la cama, la primera vez que han de sondarte, la primera vez que te dan de comer, que te han de vestir. Vas tomando conciencia a golpes de una palabra: dependiente.

Este post fue publicado originalmente en el blog del autor