Las sobremesas del pasado

Las sobremesas del pasado

A mí Jesús de la Serna no me dio clases en La Escuela de Periodismo UAM/EL PAÍS, donde él enseñó y yo aprendí, unos cuantos años más tarde. Pero cuando se muere alguien me da por pensar en las muchas otras cosas que se mueren.

Cuando me enteré de la muerte del periodista Jesús de la Serna, estaba a punto de bajar a desayunar. Si hubiese estado en la redacción de un periódico madrileño o en la cafetería de alguna universidad española, habría comentado la noticia con algún compañero. Pero en Ecuador mi vida es diferente: a esas horas la gente come encebollado de albacora, una especie de atún. O bistec de hígado con arroz. O una bola grande de plátano verde machacado con queso y chicharrón de cerdo que se llama 'bolón'. A veces yo también me aventuro por la contundente gastronomía mañanera del país, pero como tengo el estómago protestón, suelo tomarme un té y unas tostadas con tomate y aceite de oliva, que está a ocho euros la botella en el supermercado.

A mí Jesús de la Serna no me dio clases en La Escuela de Periodismo UAM/EL PAÍS, donde él enseñó y yo aprendí, unos cuantos años más tarde. Pero cuando se muere alguien me da por pensar en las muchas otras cosas que se mueren. Como cuando se murió mi padre y se murieron las sobremesas eternas con el rayo de sol que entraba por la cocina en primavera o las noches con cubata y whisky que duraron demasiado poco y en las que yo fantaseaba con estar en las historias pasadas que él me narraba.

Si mi padre, que era un hombre comprometido y un estupendo y sencillo profesor, hubiera conocido a Jesús de la Serna en los ochenta o noventa, quizá habría hablado con él de periodismo, sobre algún editorial interesante, con la confianza civil y laica de que España era una máquina que iba a mejor y sólo se necesitaban pequeños arreglos circunstanciales para que siguiera funcionando.

Tempus fugit: esa confianza se evaporó, igual que cambian los lugares y casi nadie de mi generación habita el espacio que pensó que podría ocupar. Lo pienso sin amargura, mientras le compro el periódico a un señor de setenta años al que le falta un dedo y arrastra su carrito desde las siete de la mañana, hasta que a las once se sienta debajo de una sombrilla y deja pasar el día. Es el azar de los hombres y mujeres comunes. Como decía una amiga: "vorágines de vida, pero son las nuestras".

Leyendo sobre la muerte de Jesús de la Serna, me dio por pensar que entre su generación y la nuestra se han muerto los maestros. Ha habido mucha gente brillante, pero alguna demasiado ocupada en sus logros personales y sus urgencias. Puede que no sea sensato lo que digo. Pero es que no he desayunado pan con aceite. Hoy he desayunado bolón.