No me gustan los duelos a garrotazos

No me gustan los duelos a garrotazos

No me gusta la democracia que se decide por cifras próximas al 51% contra el 49% o algo similar, ya sea para elegir al presidente de un gran país en el que sólo vota una parte de la población, o para purgar a un grupo de militantes y simpatizantes de un partido, ya sea de nuevo cuño o de un color sintético entre el azul desleído y el rojo auténtico.

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Imagen: Duelo a garrotazos, de Francisco de Goya/WIKIPEDIA

Hace tiempo mi otro yo solía decir, en plan provocador: "La democracia consiste en que unos se dejan convencer por otros; pero el problema no es ese, el problema es que quienes se dejan convencer se suman a un grupo u otro, dependiendo de dónde sopla el viento, y rara vez llegan a constituir mayorías consistentes". Y así se quedó la cosa, hasta que mi otro yo pudo precisar más.

Un tiempo después parecía haberse aclarado algo el panorama: "La democracia se fundamenta en que un 25% de la población piensa de una forma, digamos que se mueven entre las ideas progresistas y las revolucionarias, y otro 25% piensa del modo contrario, por lo que podrían situarse entre los conservadores y los retrógrados".

Visto así, el otro 50% de la gente podría distribuirse de la siguiente forma: a un 25% de los ciudadanos le da igual todo, hasta el punto de que normalmente no acudirá a votar, y al otro 25% también le da igual todo, pero se dejan convencer. Y estos últimos, "exagerando", son los que inclinan la balanza de la democracia hacia un lado o hacia otro. Son, décima arriba o abajo, el primer cuartil de la democracia.

En condiciones normales, la dialéctica, la ideología, el contexto y el diálogo, o lo contrario, son las armas para seducir a ese cuartil que decanta las decisiones democráticas, en particular cuando están polarizadas, son binarias, adoptan la forma de referéndum o pueden resumirse en frases lapidarias del tipo "o yo, o el caos", o en sentencias más simples como "son lentejas, si quieres las tomas y si no las dejas".

Soy partidario de los consensos, tan difíciles de alcanzar en una sociedad aparentemente polarizada como la española.

Por eso no me gusta la democracia que se decide por cifras próximas al 51% contra el 49% o algo similar, ya sea para elegir al presidente de un gran país en el que sólo vota una parte de la población, o para purgar a un grupo de militantes y simpatizantes de un partido, ya sea de nuevo cuño o de un color sintético entre el azul desleído y el rojo auténtico.

Por eso soy partidario de los consensos, tan difíciles de alcanzar en una sociedad aparentemente polarizada como la española, bien por nuestra malsana, inculta e intolerante tradición, o bien por la incapacidad de los mejor dotados para ceder en lo importante, y también en lo menos importante, cuando lo importante ha de prevalecer sobre lo que lo no lo es, no lo parece o puede no serlo.

Y por eso me resulta difícil decidir, por ejemplo, entre un modelo urbanístico y otro, si no conozco sus consecuencias globales ni sé si existen posibilidades de consenso a largo plazo, como debería ocurrir, por poner otro ejemplo, con las reformas educativas, tal y como éstas suelen perpetrarse en España, donde se diseñan con tanta facilidad como son echadas abajo cuando los rivales políticos llegan al poder.

Vivimos tiempos difíciles desde lo global a lo local. Desde el líder de la nación más poderosa del mundo, que está invitando a sus socios de otros países a incrementar el gasto militar (por si acaso, no vaya a ser que sus colegas estratégicos dejen de ganar dinero), hasta el nivel más cercano a la ciudadanía, donde los ratones quieren ser leones y los gatos se arañan entre sí, luchando por girones de poder y enarbolando sus egos, sin importar a quién pisan, ni lo que duele, ni las ilusiones y las personas que pueden quedar marginadas en tan estéril camino.

Mi otro yo no sabe aún si todo esto se puede aplicar a Vistalegre, a la Carrera de San Jerónimo, a la UE y sus enormes problemas o incluso a los organismos internacionales, que parecen haber entrado en el túnel del tiempo, inspirados por el Duelo a garrotazos que inmortalizó Goya. Pero quizá sí haya otros muchos ciudadanos que se pregunten qué nos está pasando, si podemos o no, si queremos o no, y hacia dónde vamos. Lo que no tengo claro, tal vez por el pesimismo de razón, es si vale la pena plantearse estas cuestiones o si antes hay que madurar...