¿Una universidad a dos velocidades?

¿Una universidad a dos velocidades?

¿Por dónde empezamos, por reformar la estructura tributaria, por asfixiar a las universidades públicas en beneficio de las privadas, o por abrir las puertas a la iniciativa privada sin criterios ni regulaciones de ningún tipo? ¿O es preferible esperar que un futuro gobierno incluya estos temas entre sus prioridades y además actúe con sensatez?

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Foto: EFE

La universidad ni debe estar al servicio del mercado ni puede permanecer desvinculada de la sociedad. Defiendo una enseñanza pública eficiente, universal y de calidad, en la que prevalezca la solidaridad y la búsqueda del bien común. Pero ha de estar financiada con recursos adecuados. Y eso es harina de otro costal.

Por eso pondero las limitaciones que nos rodean y la conveniencia de afrontar las reformas posibles combinando utopía y pragmatismo. Asumo que hay que luchar individual y colectivamente para mejorar la situación actual y favorecer la excelencia y la igualdad de oportunidades, pero reconozco que esa lucha no puede circunscribirse a la universidad.

Por conveniencia y/o tozudez, muchos defensores de lo público piensan que todo lo público es bueno y debe financiarse con impuestos. Consideran la iniciativa privada 'siempre sospechosa'. Pero, ni todo lo público es equitativo y eficiente, ni todo lo privado influye del mismo modo en nuestras vidas.

Son cuestiones complejas en las que sobran maniqueísmos y falsas justificaciones neoliberales para atacar interesadamente lo público. Vivimos en economías mixtas, con sistemas fiscales supuestamente eficaces, justos y favorecedores de la cohesión social. Pero, ¿qué hacer cuando la fiscalidad no es justa, ni eficiente, ni contribuye a una sociedad mejor? ¿Cómo actuar cuando los recursos públicos son insuficientes para financiar servicios esenciales?

¿Apostamos por lo público, sin ponderar el entorno que nos rodea, o nos abrimos a nuevas fórmulas de gestión, con la ilusión de poder controlarlas para que no eclipsen los valores y objetivos que consideremos esenciales?

Simplificando, surgen dos opciones. Apostar por la utopía de un sistema público puro. O abrazar el pragmatismo y recurrir a la búsqueda de recursos privados complementarios, aunque sea de manera transitoria y evitando implicaciones irreversibles. Dicho de otro modo, podemos insistir en la necesaria reforma fiscal, o podemos buscar otras alternativas mediante contratos y convenios debidamente regulados y gestionados. Veamos tres ejemplos que pueden suscitar debate:

1) Ingresos procedentes de la internacionalización. Muchas universidades acogen estudiantes extranjeros y obtienen importantes beneficios, además de favorecer la internacionalización de sus campus. ¿Actúan igual nuestras universidades públicas cuando apuestan por dar entrada a más estudiantes no españoles? ¿Se admiten estudiantes internacionales con el fin esencial de incrementar la recaudación por matrículas? Si es así, ¿hay margen para mejorar, o es preferible cerrar las puertas a los alumnos foráneos, salvo si cumplen ciertos criterios de excelencia y poder adquisitivo? Qué es mejor: admitir más estudiantes (porque las universidades españolas están poco abiertas), cerrar las puertas (porque los alumnos de fuera quitan oportunidades a los autóctonos), fijar criterios de calidad más estrictos, o asumir que los recursos no se utilizan siempre de la mejor forma posible y, por lo tanto, hay margen de mejora para buscar 'opciones intermedias'. Incluidas, entre ellas, la movilidad del personal docente de unas disciplinas a otras y de unas universidades a otras, algo que resulta impensable en España, aunque sería deseable en un mundo perfecto con una financiación consistente y bien administrada. Sería muy útil contar con más apoyos a la movilidad, no sólo financieros, aunque éstos resulten esenciales.

2) Las editoriales universitarias. Algunas universidades ganan dinero vendiendo libros. Son pocas, pero suelen ser la envidia de las demás. Cuando se plantean objetivos editoriales en el mundo académico, ¿debe primar el criterio de calidad sobre cualquier otra consideración? La respuesta es siempre afirmativa, aunque no deja de ser algo cínica, porque nadie rechazaría ganar dinero publicando libros. Sin embargo, no es habitual reconocer que la actividad editorial también puede ser refrendada por el mercado, por los compradores, y no sólo por los criterios de calidad académica que se establezcan según los casos. Pero las universidades prefieren publicar lo que tiene cabida en su propio mundo académico, que para muchos es el único mundo posible. La globalización nos invade y es necesario combatir sus efectos más perniciosos, pero la solución no es crear burbujas para 'aislarse de la realidad'.

3) Los cursos de verano y su estela. Desde que se planteó el Plan Bolonia las actividades que pretenden acercar el mundo empresarial a la universidad generan una controversia creciente. El debate tiene varias facetas. Una de ellas alude a la cuestión de si la universidad debe formar a los estudiantes pensando sobre todo en su inserción profesional, o si deben ignorarse las tendencias y coyunturas del denominado mercado de trabajo. Otra de las facetas de ese debate es si en las universidades públicas han de tener cabida actividades extraordinarias (docentes e investigadoras) financiadas por entidades privadas y, sobre todo, si ello condiciona la libertad académica. El tema no es irrelevante, aunque a veces se ignora que los modelos de 'financiación mixta' ya funcionan desde hace tiempo, por ejemplo en los cursos de verano. Sin embargo, tendemos a olvidar que, en la situación actual, podría ser más razonable preguntarse cómo regular esas actividades, intentando preservar el cumplimiento de los objetivos y valores considerados prioritarios, pero activando también todos los medios posibles para no caer en la inacción, la comodidad o la condescendencia. Y para eso hay fórmulas jurídicas, con control social y político, que pueden facilitarlo. Fórmulas que requieren también figuras fiscales que las refuercen, en beneficio de todos. Porque no debemos olvidar que la fiscalidad se usa de manera abusiva en beneficio de muy pocos.

Al final, ¿vamos hacia la consolidación de una doble velocidad en las universidades españolas? ¿Nos encaminamos a un modelo en el que coexistirán, cada vez con más crudeza, la insuficiencia de la financiación pública y la búsqueda específica de fondos privados complementarios? ¿Sería ideal una universidad pública y gratuita de la que se beneficien igualmente los estudiantes de alto nivel de renta, o esa situación sólo se puede considerar equitativa si previamente la base y la progresividad del sistema fiscal permiten asegurar que pagarán más impuestos los más ricos? Entonces, ¿por dónde empezamos, por reformar la estructura tributaria, por asfixiar a las universidades públicas en beneficio de las privadas, o por abrir las puertas a la iniciativa privada sin criterios ni regulaciones de ningún tipo? ¿O es preferible esperar que un futuro gobierno incluya estos temas entre sus prioridades y además actúe con sensatez? Quizá cabe incluso un milagro aún mayor: que la actual UE proponga algo en tiempo y forma, y en beneficio de la ciudadanía, y además sea capaz de llevarlo a la práctica.

Existen lugares intermedios entre esas opciones, y de eso se trata: de encontrarlos, consensuarlos, delimitarlos, gestionarlos y controlar su aplicación y efectos. La opción del corporativismo y la endogamia sabemos dónde conduce: a una universidad decimonónica, en la que la falta de movilidad y el acomodo propio de muchos funcionarios se convierten en las coartadas de unos y de otros para perpetuar la atrofia actual. Y la opción de la privatización como axioma básico empeorará aún más la situación, porque nos llevará a perder los valores esenciales de lo público, a contribuir a un mundo más individualista y elitista, y a no poder hacer frente a quienes adoran por encima de todo al poderoso 'don dinero'. Muchas fronteras se abren, los gobiernos se ven superados por las corporaciones transnacionales y la creciente financiarización, ¿y la universidad opta por esconder la cabeza, incluso ante los debates más necesarios?

Más allá de la reforma de los planes de estudio, la situación actual parece reafirmar un escenario con distintas velocidades en el modus operandi de nuestras universidades. En realidad, España ya tiene un modelo dual, o más que dual, incluso dentro de la mayoría de las universidades. Porque los centros académicos no son entes uniformes en su vida interna, si no que en ellos coexisten formas organizativas diferentes, con resultados distintos y muy dispares ratios entre alumnos y profesores según las disciplinas. Además, las universidades no están racionalmente distribuidas, ya que muchas responden a criterios esencialmente localistas. Y esa situación se ha tornado más compleja con el respaldo interesado que se ha dado a los centros privados. Ha habido demasiadas decisiones sesgadas para apoyar, o para perjudicar, a unas universidades u otras. Es necesario corregir esas situaciones. Pero hay que hacerlo sin ignorar la situación real en la que estamos.

Para muchos es más fácil acomodarse y quejarse amargamente. O protestar urbi et orbi, sobre todo desde la distancia.

¿Cómo gestionar esas diferentes velocidades del mundo académico, tanto las que ya existen como las que podrían acentuarse por el distinto acceso futuro a la financiación privada y a posibles nuevas formas de mecenazgo? ¿Cómo compatibilizar nuestro arcaico sistema universitario público con el apoyo creciente, no solo financiero, que reciben las universidades privadas?

Hay demasiados temores, no siempre justificables.

¿Apostamos por lo público, sin ponderar el entorno que nos rodea, o nos abrimos a nuevas fórmulas de gestión, con la ilusión de poder controlarlas para que no eclipsen los valores y objetivos que consideremos esenciales? ¿Podemos mejorar el funcionamiento de los centros, profesores e investigadores, o dejamos que esa tarea la realice el mercado?

Aunque implique riesgos que hay que controlar, el impulso privado puede refrescar y dinamizar el aroma rancio que predomina en no pocas universidades. Pero, gran parte el éxito depende de cómo se asimile esa relación asimétrica, de la capacidad de preservar los espacios y los cometidos propios de cada uno de los agentes implicados, del éxito en garantizar los márgenes de libertad respectivos, y del convencimiento de que los beneficios mutuos lo justifican. Ojalá muchas empresas lo entiendan y la universidad asuma que la colaboración recíproca no envilece a nadie.

¿Vamos hacia un modelo de competencia creciente por la captación y pretendida buena gestión de los recursos privados entre las universidades y dentro de ellas? ¿Se convertirán las becas, las ayudas, los programas de investigación y otras iniciativas similares en premios para unos y para otros? ¿O en desgravaciones fiscales para quien las otorgue? ¿O en meras prolongaciones de una visión paternalista de la ansiada igualdad de oportunidades? ¿O en un episodio más de la mercantilización que nos rodea, por encima del saber, la cultura y la ciencia? Yo pienso que la cooperación entre la universidad y la sociedad es, ante todo, una obligación y una responsabilidad de singular trascendencia y dimensión.

¿Utopía pragmática? Nada es fácil y menos en un ámbito tan desértico como el español. El debate tiene muchas aristas y por eso tiende a eludirse o a ocultarse tras los renovados planes de estudios que periódicamente alumbran nuestros legisladores, más por ciencia infusa que por consenso.

Además de buscar diálogo y consensos, ¿elevamos la mirada e insistimos en mejorar la fiscalidad como base indispensable para potenciar lo público, en vez de enquistarnos o autosatisfacernos con sueños poco cercanos a la realidad? Mientras tanto, con las debidas garantías y controles en el diseño y gestión, ¿la mejor solución actual es abrir mecanismos de financiación complementaria que potencien nuevas vías y nuevas formas de acción para fomentar y difundir la investigación y la docencia en las universidades públicas?

Para muchos es más fácil acomodarse y quejarse amargamente. O protestar urbi et orbi, sobre todo desde la distancia. Y es más complicado seleccionar buenos gestores, capaces de defender lo público y de luchar también contra las rigideces del sistema, dentro y fuera de la universidad. A menudo resulta difícil incluso debatir estos temas. Porque en España tendemos a polarizarlo casi todo; porque sólo entendemos superficialmente el reto que supone mejorar la educación; y porque ni nuestras empresas ni nuestras universidades suelen estar a la altura de las circunstancias.

Quizá algún día unos y otros comprendan que el mestizaje y la permeabilidad tienen ventajas. Mientras, la prioridad es cambiar la legislación vigente y hacerlo con rigor, generosidad, amplitud de miras y defendiendo la enseñanza pública. Hay que debatir y forzar acciones gubernamentales que den cobertura a un marco de colaboración más fértil entre la sociedad y la academia, entre las empresas y la universidad: a un marco con más opiniones honestas y menos ortodoxia reaccionaria.

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