ABC y el 11-M

ABC y el 11-M

Cumplimos una grave y trascendental misión: primero, no unirnos al aventurerismo amarillista; segundo, ejercer el oficio periodístico ateniéndonos al criterio deontológico de la veracidad; tercero, intentar que la derecha española dispusiese de un medio de referencia fiable y solvente y, cuarto, redactar un capítulo de la historia de ABC de la que sus propietarios pudieran sentirse satisfechos.

El 11 de marzo de 2004 dirigía el diario ABC -lo hacía desde septiembre de 1999- después de un quinquenio (1993-1998) al frente de El Correo Español-El Pueblo Vasco de Bilbao en el que comencé a colaborar con una columna diaria en octubre de 1982. Me instalé en Madrid año y medio antes de ponerme al frente del periódico que fundara Torcuato Luca de Tena en la convicción de que lo hacía como una forma de inevitable exilio interior. Mi vida, la profesional, pero sobre todo la personal y familiar, se había transformado en la ciudad en la que nací (Bilbao, 1954) en una auténtica pesadilla de amenazas y hostilidades. La banda terrorista ETA intentó asesinarme en 1994 -desde entonces me sometí a una férrea vigilancia de escolta permanente- y reiteró sus intenciones en 1997. De por medio, viví en la dirección de El Correo acontecimientos tan trágicos como el asesinato de Gregorio Ordoñez, el secuestro de José Antonio Ortega Lara y la espeluznante ejecución de Miguel Ángel Blanco. Fueron aquellos noventa más sofisticadamente violentos que los ochenta precedentes en los que ETA se encanalló hasta el más profundo hondón de la miseria moral.

Y llegué a ese punto en el que, contemplando a mis tres hijos, se toma la decisión, no querida pero exigible, de apartarse de aquel entorno, tan mío y tan propio, para poder mantener íntegra mi capacidad de horror y de sensibilidad moral para la lamentación por las víctimas de aquellas secuencias fatalmente pautadas de asesinatos, extorsiones, secuestros y destrucciones. No quería parecerme a tantos de mis conciudadanos vascos que parecían vivir el terrorismo etarra en una constante otredad: el asesinado siempre era otro; el extorsionado, igualmente, otro; el secuestrado, inevitablemente, otro. Me resistía a la indumentaria emotiva y crítica de la ajenidad por la tragedia tan próxima y vecina como único procedimiento de sobrevivir. No juzgo -no soy nadie para hacerlo- a quienes se declararon sordos, mudos y ciegos para superar el trauma del tiro, la bomba y el chantaje como procedimiento autista para desenvolverse en una falsa normalidad. Simplemente, mi proyecto cívico, político y ético no podía ser el estatuario ante la tragedia. Y me fui, dejando allí una parte esencial de mi vida.

Valgan los párrafos anteriores para que pueda entenderse hasta qué punto el 11-M de 2004 supuso para mí, en lo profesional y, de nuevo, en lo personal, una auténtica convulsión. No recuerdo una jornada en la que las horas tuvieran un sentido tan dramático -su transcurso sólo me recordó el del tiempo de espera que nos permitió ETA para conocer su veredicto sobre la suerte de Miguel Ángel Blanco- y, a la vez, tan líquido. Discurrían a una velocidad de vértigo cargadas de fatalidad. Cuando el número de víctimas en los atentados superó la cincuentena comencé a suponer que la autoría de la masacre podía no corresponder a terroristas etarras. Porque la banda ha medido siempre, como los alquimistas las dosis de sus pócimas, la capacidad de sufrimiento provocado por sus atentados sin que la energía del dolor y la venganza se le volviera contra sí.

En junio de 1987, la organización terrorista, ante las consecuencias criminales del atentado de Hipercor en Barcelona, impulsó un llamado proceso de reflexión del que se dedujeron dos conclusiones: algunos militantes de la izquierda abertzale se alejaron de la organización y sus dirigentes advirtieron por primera vez que debían dimensionar los daños de sus acciones para no desmentir la falacia, ampliamente compartida por sus bases, de que lo que practicaba era lucha armada en un conflicto con el Estado español y en ningún caso terrorismo. Por eso también, cuando comprobaron el vendaval de indignación -el "Espíritu de Ermua"- tras el asesinato de Blanco corrieron a guarecerse en el denominado Pacto de Lizarra (con El PNV, EA y los sindicatos nacionalistas) precipitando una tregua táctica.

Con muchas menos palabras que las hasta ahora escritas pero con la misma intención explicativa que intento con ellas, mantuve en torno a las 13 horas del 11-M de 2004 una breve conversación con el presidente del Gobierno, José María Aznar, que me aseguraba la autoría etarra de los atentados. Le expresé, simplemente, mi duda porque -ya estábamos a esas alturas en el centenar de víctimas- tamaño atentado implicaba el suicidio de ETA y su autoinculpación como los criminales que efectivamente fueron y son. Imaginaba de qué manera y con cuanta rapidez estarían escapando de Euskadi determinados personajes del entorno etarra; el cierre de herrikotabernas y la inflamación popular que se estaría desatando (ahora sí). Nada de eso ocurría sin embargo. No obstante, el presidente del Gobierno disponía de argumentos que permitían desmentir mi impresión: apenas quince días antes la policía había incautado 500 kilos de explosivos y desbaratado planes etarras para perpetrar gravísimos atentados con un modus operandi no opuesto al que estábamos contemplando aquel 11-M. Por un momento, apenas un instante, sentí una especie de eufórica liberación: ¿y si, por fin, ETA se había suicidado? Confieso que lo deseé intensamente pero de forma tan fugaz como un chispazo.

Sin embargo, y cuando ya estaba elaborada la portada de la edición especial del periódico para Madrid y Sevilla, cambié el titular quitando el acrónimo de la banda criminal: "Masacre en Madrid", atribuyéndosela en el subtítulo a la banda: "ETA asesina a más de 130 personas". El entorno etarra, a esa hora, ya comenzaba a declararse ajeno a la tragedia y culpaba a grupos yihadistas. Me desconcertó -lo confieso- El País, en su también edición especial, que titulaba a toda página: "Matanza de ETA en Madrid". El desenvolvimiento de los acontecimientos -de sobra conocido- a lo largo de la jornada, dieron margen para que en la edición del día 12 de marzo pudiéramos afinar los titulares luego de un abierto debate con el grupo de redactores que manejaban la información y que, con un criterio estrictamente profesional, participaban de las mismas dudas que yo albergaba sobre la autoría de la matanza. Así que nuestro titular fue: "Asesinadas 200 personas en una matanza terrorista en Madrid", subtitulando con la atribución por el Gobierno de la autoría a ETA.

A partir de las cuarenta y ocho horas siguientes -y escribo este texto con la hemeroteca de ABC a mano- la línea informativa y editorial del periódico fue consistente: se alejaba la verosimilitud de la autoría etarra y se aproximaba a pasos agigantados la de un atentado yihadista. Pronto comenzaron las incursiones excéntricas en versiones alternativas que terminaron por componer la conocida como "teoría de la conspiración". Quienes las sostuvieron se resistieron a aceptar la independencia de criterio de ABC, no participaron en ningún momento de la jerarquía de valores que en el diario habíamos establecido -la veracidad por encima y por delante de la afinidad ideológica y política-, se resintieron sin explicitarlo de que el gran paquebote de la prensa conservadora española no se uniese a sus propósitos que ponían en la picota el sistema en ámbitos como el policial, los servicios de inteligencia y la judicatura, y terminaron por conjurarse contra ABC en uno de los episodios más bochornosos de desleal competencia que incluyó la llamada a los lectores a boicotear el periódico. Y le hicieron daño en su difusión, pero sólo en su difusión.

Poco importa a estas alturas que los que estuvimos embarcados en esa travesía ya no estemos en el buque. Lo esencial es que cumplimos una grave y trascendental misión: primero, no unirnos al aventurerismo amarillista que pretendía poner el sistema en solfa para manipularlo a su antojo; segundo, ejercer el oficio periodístico ateniéndonos al criterio deontológico de la veracidad; tercero, intentar que la derecha española -dolorida por la pérdida del poder en las elecciones del 14-M- dispusiese de un medio de referencia fiable y solvente y, cuarto, redactar un capítulo de la historia de ABC de la que sus propietarios -por supuesto sus redactores- pudieran sentirse legítimamente satisfechos.

Diez años después, el expediente que ABC puede presentar de su comportamiento informativo y editorial durante el 11-M y a lo largo de la investigación policial y de la instrucción judicial de la matanza terrorista, es impecable. Mientras otros blanquean el papel que desempeñaron, los profesionales de ABC de entonces estamos seguros de que no sólo servimos a la sociedad española conforme a nuestra conciencia periodística, sino que apuntalamos el diario en su segundo siglo de vida. Y de que rescatamos a la derecha española (a la que se dejó rescatar) del viaje a ninguna parte que le hicieron emprender algunos logreros. Pero, cuidado, porque, como advirtió Camus, "la estupidez insiste siempre".