La derrota de mi generación

La derrota de mi generación

Suceda lo que suceda en las elecciones catalanas de mañana, pase lo que pase después, haya independencia, unidad o algún científico loco invente una máquina que lance Cataluña al Atlántico y la convierta en una isla, la única verdad es que quienes hemos creído en la pluralidad de los pueblos de España habremos perdido.

JOSÉ M. FARALDO

Suceda lo que suceda en las elecciones catalanas de mañana, pase lo que pase después, haya independencia, unidad o algún científico loco invente una máquina que lance Cataluña al Atlántico y la convierta en una isla, la única verdad es que quienes hemos creído en la pluralidad de los pueblos de España habremos perdido.

Quienes hemos luchado en la universidad o incluso políticamente, en la medida de nuestras escasas fuerzas, por construir una España en la que las culturas diversas que la componen fueran complementarias, en la que quienes tienen la suerte de tener dos idiomas pudieran compartir su experiencia con el resto, quienes nos hemos esforzado en aprender esos otros idiomas -en la medida de lo posible-, quienes hemos mostrado respeto por las diferencias -a la vez que exigíamos respeto por la nuestra- pero que, a la vez, pensábamos que era más lo que nos unía que lo que nos separaba, habremos fracasado.

Quienes hemos combatido y desarmado en nuestro interior las estructuras de los discursos perversos del nacionalismo español, y abierto nuestro intelecto y nuestro corazón a lo que tenían que decirnos quienes habían interiorizado estructuras de otros nacionalismos, nos hemos quedado impotentes ante la tozudez del desprecio y el odio de quienes sustituían uno por otro.

Quienes creemos que no hacen falta más estados sino transformar el que haya para hacerlo lo más libre y justo posible, nos hemos encontrado con construcciones de egoísmos que se retroalimentan constantemente de agravios reales o irreales.

Quienes creemos que no hace falta más estados -porque, cuanto más estados, peor- sino transformar el que haya para hacerlo lo más libre y justo posible, nos hemos encontrado con construcciones de egoísmos que se retroalimentan constantemente de agravios reales o irreales, sin dar paso a otra cosa, eternamente repitiendo que no, que no les dejan, que lo han hecho todo pero que no hay sitio.

Quienes pensábamos que la única forma de vivir en sociedad es dialogar, nos hemos quedado mudos ante los gritos de los que desprecian y se burlan del diálogo. Quienes hemos puesto todos los medios para comprender, hemos sido acusados una y otra vez de no entender nada si no asumíamos inequívocamente la posición del otro.

Si acabé siendo historiador, cuando mi primera intención era dedicarme a las ciencias naturales, fue porque como estudiante, en los años 80 del siglo XX, descubrí con interés y buena voluntad -lo digo sin remilgos- los nacionalismos de los pueblos de España. Quise entenderlos. Leí todo lo que había y aún más, fui activo en sociedades y grupos, viajé a dónde había que viajar.

Y aunque quienes, como yo, nos tomamos el esfuerzo y el tiempo para hacer esto -y hemos sido muchos más de lo que se piensa, al menos en mi generación- y descubrimos que construir una España plural era mucho más fácil de lo que parecía, los intereses creados de quienes ya habían empezado a elaborar chiringuitos propios se oponían con violencia a ello.

Habría bastado poco. Hablarnos los unos a los otros, contarnos lo que pensamos y lo que deseamos mutuamente, anular los prejuicios, disolver los estereotipos, intercambiar las experiencias. El sistema de las autonomías ha demostrado ser todo lo contrario. No estaba diseñado para construir pluralidades, sino para hacer pequeñas naciones enfrentadas. Ante el nacionalismo español de algunos, el atrincheramiento de los otros en posiciones no menos nacionalistas.

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Desde el punto de vista de las ciencias sociales, lo que está sucediendo en Cataluña es un caso clásico. Las élites locales utilizaron la posición hegemónica que su dominio económico les proporcionaba, ayudados por el margen de acción que les otorgaba una autonomía política bastante amplia, para construir lo que se denomina una "burbuja de significados".

Diseñando una caricatura de un enemigo ideal, crearon una serie de estructuras de discurso que, apoyadas en unos medios de comunicación claves a los que se dota de mayor prestigio social que a los demás y en unas correas de transmisión hacia la sociedad civil y dentro de la sociedad civil, blindaban la ideología -altamente emocionalizada- de un nacionalismo extraordinariamente rudo y simple, para que se entendiera bien.

No hace falta que controlen todo, no hace falta que manipulen todo. La estructura de la "burbuja" hace que toda idea o discurso no conforme a esta ideología sea visto como de menor categoría y, por tanto, menos creíble. Toda expresión mínimamente hostil se convierte en agravio, todo cuestionamiento del modelo es un ataque. Los disidentes pueden decir lo que quieran, no hay problema. Pero sus intervenciones serán vistas siempre como interesadas, como no conformes, como sospechosas. O serán por completo ignoradas. Como experto, he visto esto mismo en otros lugares y otros tiempos. Hoy mismo, en Rusia, en Hungría.

Ante el "desclasamiento" producido por la crisis, se puede reaccionar como han hecho los madrileños: cuestionando el modelo social y saliendo a la calle. En Cataluña, la burbuja de significados ha funcionado y los problemas sociales se han transformado en nacionalistas.

Pero la clave ha sido la crisis. Es el viejo mecanismo de nacionalización de un problema social. Ante el "desclasamiento" producido por la crisis (que en Cataluña ha sido aún más grave por un problema propio de percepción de decrecimiento económico en relación a otras partes de España), ante la desaparición de las viejas certezas, se puede reaccionar como han hecho los madrileños: cuestionando el modelo social y saliendo a la calle y a las urnas a reclamar transformaciones. En Cataluña, la burbuja de significados ha funcionado y los problemas sociales se han transformado en nacionalistas.

Banderas, himnos, discursos patrióticos. En una Cataluña en la que, durante casi cuarenta años, sus ciudadanos han votado masivamente a una coalición derechista, neoliberal y finalmente corrupta, de pronto los responsables de los problemas estaban fuera. La solución era apartarse de ellos. Porque, por alguna razón -¿cultural, genética?-, éstos de abajo eran incapaces de hacer las cosas bien.

Porque de eso se trata, en definitiva: el secesionismo no es otra cosa que una lucha ciega por el poder, en la que una clase, una casta extraordinariamente homogénea (esa alta burguesía catalana de la que Julio Anguita decía que era la peor de España, quizá porque en realidad era la única) intenta de nuevo, a base de patriotismo, épica mediática y símbolos vacíos, hacerse con lo que considera suyo. Han estado trabajando para ello desde finales del siglo XIX, cuando falló su revolución burguesa, y parece que lo han conseguido.

Han extendido su concepto de patria cerrada y autárquica, su idea de un pueblo jerarquizado en torno a ellos, a los estándares sociales y culturales creados por ellos, a un solo idioma e incluso a una sola cultura -como si esto existiera- para doblegar y disciplinar a las clases populares. El nacionalismo es el instrumento ideado para unir al pequeño burgués con el obrero, al ricachón de Pedralbes con el parado de Trinitat Nova.

Lo llaman transversalismo, y no es muy diferente del uso que del nacionalismo han hecho siempre todas las élites para someter al pueblo y legitimarse. Como cuando Francisco Franco consiguió arrastrar a la plaza de Oriente hasta a los republicanos para protestar contra el "agravio" de las potencias occidentales que iban a aislar su dictadura en 1945.

Convirtieron al "catalanismo" en la cultura de los privilegiados, el modelo al que aspirar. Construyeron un sistema por el que, sólo si asumías el nacionalismo predominante, podías ascender socialmente.

Con esta fuente de poder ofreciéndoles lo que "España" no puede, los "señoritingos" defienden a capa y espada su hegemonía social. Para ello, convirtieron al "catalanismo" en la cultura de los privilegiados, el modelo al que aspirar; hicieron que los descamisados que venían del campo andaluz o murciano se avergonzaran de su propio origen y traspasaran a sus hijos una especie de auto-odio que ahora se despliega en una acrítica asunción de toda estulticia ideológica del poder hegemónico en Cataluña. Construyeron un sistema por el que, sólo si asumías el nacionalismo predominante, podías ascender socialmente; sino, te quedaba el marginarte en los guetos, votar al PSC o peor, al PP, leyendo la prensa deportiva en el bar y despotricando de todos, pero desactivado políticamente.

Si alguien en Cataluña es tan ingenuo como para creer que una independencia llevaría a un mayor reparto social, es que no entiende nada de su país. Si alguien cree que la casta en torno a Mas va a soltar el pastel, es que tiene los ojos llenos de banderas e himnos. En una Cataluña independiente, éstos van a tener mucho más fácil -sin competencia- hegemonizar el país. Serán los únicos que tendrán el capital suficiente al principio para hacerse con todo, eso sí, envueltos en esteladas, bandera que no es suya, y cantando alabanzas a Companys, que tampoco era de los suyos. Repatriarán sus dineros de Suiza (no todos) y se harán con la economía y la sociedad catalanas de una vez y para siempre.

Y la izquierda catalana habrá participado, como cómplice, de todo ello. En lugar de tender puentes -ellos que podían, que tenían la fuerza suficiente para hacerlo- han preferido irse por el camino fácil del nacionalismo etnicista.

Y habrán ayudado y colaborado a la derrota, no del nacionalismo español (que al contrario, se habrá acrecentado con la independencia), sino de aquellos que alguna vez creímos -que seguimos creyendo- que se podía construir un país común, democrático, de derecho, social, justo y culturalmente plural.