El taxi baja la bandera

El taxi baja la bandera

Los taxistas tienen todo el derecho del mundo a luchar por mantener su puesto de trabajo. Pero va a ser muy difícil que puedan poner límites al progreso. El hecho de ser un servicio público no significa que se tengan que mantener los sistemas de funcionamiento que se instauraron hace 70 ó 100 años. Los serenos o los fareros también lo eran.

En mi infancia en Sevilla, detrás de casa había una lechería que nos servía la leche cada mañana. Aquella familia, con su honrado trabajo, sacó adelante a sus hijos, uno de los cuales llegó a presidente de nuestro país. Hoy ese negocio no existe. No existe prácticamente ninguna lechería; ya no quedan carboneros, ni serenos, y solo quedan un puñado de torreros viviendo en los faros, sustituidos por sistemas automáticos de señalización. Oficios como los afiladores o los pregoneros municipales son apenas una anécdota.

Existen miles de aplicaciones para los smartphones. No sé si existirá alguna para compartir mesa. Si no la hay, le cedo gratuitamente la idea a un programador: una aplicación que me permita conectar con alguien que me dé de comer en su casa a un precio razonable. Si lo que quiero es buscar dónde comer, me basta con abrir la app y, por medio del GPS, me dirá qué vecino está dispuesto a darme dos platos y postre, más una bebida, por 5 euros. Comida casera-casera a precio razonable y conversación asegurada. Y si soy amo de casa y quiero compartir gastos, me doy de alta en esa aplicación y a esperar que alguien se conecte y me diga la hora a la que quiere almorzar. Gastos compartidos. Algo parecido a lo que en la Cuba de la escasez se vienen llamando "paladares".

Si esta ingeniosa aplicación llega a popularizarse, quienes se dedican a la restauración van a poner el grito en el cielo. Van a decir (con toda la razón) que les están haciendo una competencia desleal, ya que en estos "paladares" ni se pagarían impuestos, ni seguros, ni tendrían control higiénico, ni responsabilidad alguna. Que si un día (Ana Mato no lo quiera) un comensal sale intoxicado, no habrá respaldo legal ni sanitario al que acogerse. Pero mientras tanto, decenas o miles de ciudadanos, van a comer a mitad de precio de un restaurante popular; de esos que ofrecen menús de 10 euros a los trabajadores que no tienen tiempo de ir a sus domicilios al mediodía.

Esto de compartir se está poniendo de moda, ahora que la comunicación interpersonal se ha facilitado hasta límites insospechados con la telefonía personal. Mis nietos no pueden imaginar que hubo una época en que el teléfono solo podía llevarse allí a donde alcanzaba un cable. El anacrónico teléfono inalámbrico nos pareció en su día todo un invento y nunca llegamos sospechar que nuestros hijos ni siquiera conocieran la relación de los teléfonos con los alambres.

Esta comunicación interpersonal me permite meter la mano en el bolsillo y hablar con mi hermano, que está en Corea del Sur, mientras estoy en el Metro de Madrid, a 40 metros bajo tierra. Y eso es sólo una ínfima parte de las posibilidades de esta comunicación. Me permite también conectarme con otras personas que en este mismo instante tienen mis mismas necesidades. Es lo que de manera tan cursi llamamos "tiempo real"... como si hubiera tiempos irreales. Por ejemplo, me puedo conectar con una compañía de taxis, que me envían un vehículo en pocos minutos, sin necesidad siquiera de decirles dónde estoy, porque el operador lo sabe con la precisión de un sistema de localización por satélite. O también puedo conectar con otros usuarios para compartir el transporte; o para compartir un departamento del AVE y pagar un 20 por ciento menos en el billete; o para ponerme en contacto con alguien que va a realizar el mismo trayecto que yo y compartamos gastos... ¿Alguien puede parar esta actividad?

Es evidente que compartiendo gastos se alcanzan economías de escala y que el progreso trae como consecuencia el cambio en hábitos y en sistemas de producción. Las lecherías desaparecieron cuando las grandes empresas del sector lácteo comenzaron a vender productos envasados y los frigoríficos ocuparon su espacio en las viviendas. Desaparecieron también los carboneros con la llegada del gas y los serenos al popularizarse las cerraduras y llaves compactas. No recuerdo que ni el colectivo de lecheros ni el de serenos, ni los alguaciles ni tantos y tantos otros alzasen la voz para exigir la defensa de sus puestos de trabajo. Tenían todo el derecho del mundo a luchar por su supervivencia, pero era una batalla perdida.

Los taxistas se rebelan contra una aplicación que daña sus ingresos

Tienen también todo el derecho del mundo a luchar por mantener su puesto de trabajo. Pero va a ser muy difícil que puedan poner límites al progreso. Argumentan que es un servicio público. Lo es, sin duda. Como lo eran los serenos o los fareros; como lo son los carteros, y todo apunta a que no tardarán muchos años en desaparecer. Pero el hecho de ser un servicio público no significa que se tengan que mantener los sistemas de funcionamiento que se instauraron hace 70 ó 100 años.

Cualquiera que haya viajado un poco ha visto servicios públicos de transporte individual de todo tipo y de todo nombre. Desde los tuc-tuc en oriente, los coco-taxis en La Habana, los colectivos en Latinoamérica o los shuttle de los países más desarrollados. Todos se sitúan en esa difusa frontera entre el vehículo particular y el transporte colectivo. La llegada de los sistemas de transporte compartido es imparable. El taxi, como lo hemos concebido en estos últimos 100 años tendrá que evolucionar. Cuanto más tarde el sector en ser consciente de esa necesidad de cambio, más dramática será la situación. Ya se están dando los primeros pasos para estos cambios. Precisamente, incorporando aplicaciones para una utilización más racional y menos recorridos improductivos. Pero no es suficiente.

El pasado año, en Niza se puso en marcha un programa piloto para reducir la utilización del taxi casi exclusivamente al aeropuerto, estaciones y centro de congresos. El resto del transporte público se canalizó a través de un transporte colectivo prioritario, de alta eficiencia ecológica y puntualidad suiza, pese a que están en Francia. Por ahí van los tiros. Al transporte en las ciudades hay que echarle más imaginación y menos crispación. O, como dice el Maestro Mastropiero, de victoria en victoria hasta la derrota final.