Penalizar el riesgo

Penalizar el riesgo

No se trata de pedir toda permisividad en las actividades humanas, siempre sujetas a error. Se trata de exigir al legislador, a la estructura política de la sociedad (esa que está por encima de los partidos) que determine con justicia dónde sitúa los límites del riesgo.

GETTY IMAGES/David Ramos

Desde que los romanos pusieron en orden las normas de convivencia, e incluso desde antes, desde que existen normas que regulan la conducta, se ha penalizado el daño. El daño causado a individuos o a colectivos. Todas las culturas penalizan el daño y eso nos diferencia de los animales, entre los que no siempre el que causa un daño es castigado. Para los irracionales el daño y el poder son dos conceptos casi inseparables: quien más daño causa más poder detiene. Pero entre los racionales, las conductas dolosas han sido las castigadas desde el principio de la vida en sociedad.

A comienzos del pasado siglo XX, con la llegada del tránsito masivo por la popularización de los medios de transporte, se hizo necesario dictaminar una serie de normas que agilizasen este tráfico. Medidas similares a las que ya existían para regular el agua de riego (de donde proceden muchas de las iniciales normas), el tráfico de mercancías (de donde procede la palabra "tráfico" tan erróneamente utilizada) o el transporte marítimo y ferroviario.

Hasta muy entrado el siglo XX, estas normas eran meramente administrativas y sólo cuando había un daño causado se iniciaba un proceso de orden penal.

Por cuestiones políticas que nadie ha sabido explicar, el tráfico dejó de estar regulado por un código administrativo y pasó a estar sometido a una Ley, algunos de cuyos artículos tipifican como delito penal conductas de riesgo. No conductas que hayan originado un daño, sino algunas conductas que el legislador considera "de riesgo".

El problema surge cuando las normas tratan de establecer los límites del riesgo. Para los redactores de las leyes de tráfico, el riesgo no es un tema sujeto a debate: ordeno y mando. Se establecen unos límites de velocidad en sintonía con el establecido en otros países. No se modifican estos límites pese a que los adelantos técnicos han reducido el riesgo hasta límites inimaginables hace no tantos años. Y se sigue pensando que conducir es una actividad de riesgo pese a que las estadísticas nos demuestran un día tras otro que conducir no entraña un riesgo superior al de muchas de las actividades diarias que no tienen límite normativo alguno.

Cuando se comenzó a legislar cambiando el daño por el riesgo se abrió la caja de los truenos. Porque los daños son cuantitativamente mensurables; al menos, los daños materiales. Pero el concepto del riesgo es individual y es cada persona quien valora su intensidad. Estos días de verano ha habido 9 muertos por cornadas en las fiestas populares.

A nadie se le oculta que correr un encierro es una actividad de riesgo. De un riesgo infinitamente más elevado que el conducir por una autovía de dos carriles a 130 kilómetros por hora con un coche en buen estado. El legislador no tiene el valor político de dictar una norma que penalice esta actividad lúdico/festiva. ¡Y más le vale! Habrá quien se pregunte si el coste de la atención sanitaria y el coste laboral de una baja producida por esta causa tiene que ser asumido por la sociedad en su conjunto. Si aplicamos los mismos criterios que rigen en las leyes del tráfico, no cabe duda de que los corredores de encierros deberían de ser severamente castigados, hayan sido o no corneados por el toro.

Lo mismo podríamos decir de las 200 muertes que este verano se han producido ya en las playas y piscinas de nuestro país. Estadística en mano, el baño es una actividad con un riesgo superior a la conducción. Nadie en su sano juicio pediría que el bañista tuviera un carnet con puntos, que se prohibiera nadar más allá de donde se haga pie, o que los medios de comunicación difundieran imágenes estremecedoras de personas ahogándose y el llanto de sus familiares. No; el baño no es socialmente una actividad de riesgo pese al número escandaloso de fallecidos, sin que las autoridades pertinentes apenas fijen un presupuesto mínimo en vigilancia y control.

No se trata de pedir toda permisividad en las actividades humanas, siempre sujetas a error. Se trata de exigir al legislador, a la estructura política de la sociedad (esa que está por encima de los partidos) que determine con justicia dónde sitúa los límites del riesgo. Dónde el riesgo debe de ser castigado como prevención de un mal mayor y dónde tiene que aplicarse el sentido común ante la falta administrativa. El conductor no puede ser considerado como un delincuente en potencia. El camino emprendido al penalizar el riesgo nos puede llevar a situaciones esperpénticas que ya circulan como leyendas urbanas: los obesos pagarán más en la sanidad pública; los fumadores no pueden ser trasplantados; quien corra un encierro no podrá solicitar la baja por enfermedad. Si corres un riesgo, lo pagas tú, no todos. Ese es "el riesgo" de haber legislado sin cordura.