No nos sale a cuenta insultar al árbitro

No nos sale a cuenta insultar al árbitro

El descrédito de los árbitros en España es síntoma de males mayores. Y es que estamos en un país con instituciones arbitrales poco respetadas y consideradas, y con escaso poder e independencia, rehenes muchas veces de los intereses del poderoso o del político de turno.

Este año estoy yendo con mi hijo a ver los partidos del equipo colegial por excelencia del baloncesto español. El equipo colegial es una institución como pocas en el deporte de este país, pues promueve desde hace décadas la formación y la integración, e inculca la cultura del esfuerzo a miles de niños cada curso. Una escuela del deporte y de la vida. Un ejemplo a seguir. Nadie lo duda.

Sin embargo, hay un aspecto que el equipo colegial por excelencia y su afición no suelen cuidar y que empaña su loable labor de educar sobre la base del deporte. Hablo del respeto a los árbitros. En el último partido al que asistí (y en otros muchos previamente), miles de espectadores se pasaron hora y media abroncando a los tres árbitros profesionales que se aplicaban para que no perder detalle en cada jugada. Lo hacían en cada lance del juego, reclamando con insultos un trato más justo cuando las decisiones no favorecían al equipo de casa, y callando cuando sí lo hacían.

Estamos ante un mal general de nuestro deporte. Es habitual ver a los jugadores de los grandes equipos de fútbol acudir en Navidad a los albergues y hospitales a dar regalos a los niños desfavorecidos y convalecientes. También es una estampa frecuente verles en colegios dando charlas sobre lo bueno que es el deporte para la salud o el trabajar en equipo para cualquier actividad de la vida. En estas reuniones también participan los directivos de los equipos, avezados promotores y constructores que muchas veces usan el deporte como escaparate social o como vía para mejorar su cuenta de resultados. Son exigencias del guión impuesto por los expertos de la responsabilidad social corporativa y del marketing.

Lo que no es tan habitual es ver a estos jugadores -modelos vitales para millones de niños, que escrutan cada movimiento, cada palabra o cada gesto de estos astros- defendiendo al que tiene que impartir justicia o al menos respetando sus decisiones, sin importar si favorecen o no sus intereses. Se ha hecho cotidiana la arenga posterior al partido en que entrenadores y jugadores (muchas piscineros y teatreros en las antípodas del fair play que tanto pregonan) arremeten contra el árbitro y le culpan de todos sus males.

En el partido que vi con mi hijo hace un par de semanas, no sólo varios miles de enfurecidos hinchas del equipo colegial por excelencia insultaban a los tres colegiados con epítetos muy subidos de tono (lo de "hijo de..." era de lo más suave que pudimos escuchar aquel día), sino que los mismos jugadores y el entrenador del modélico equipo colegial por excelencia también azuzaban y protestaban enfurecidos cualquier decisión. A falta de buen juego -debieron pensar- lo mejor sería armar bronca, con el ingenuo propósito quizá de poner nervioso al contrincante.

Me dicen que, a pesar de todo, el baloncesto sigue siendo un oasis de tranquilidad y buenas maneras y que la zona cero del maltrato verbal (y veces físico) a los árbitros está en los partidos de fútbol entre chavales. Ahí, cada fin de semana son legión los padres enfurecidos que insultan y amenazan cuando el del pito no favorece al equipo de sus hijos, los jugadores que se encaran con los jueces de línea a la mínima o los aficionados que esperan fuera del campo al trío arbitral para seguirle abroncando o incluso agredirle con puños, palos o piedras.

El descrédito de los árbitros en España es síntoma de males mayores. Y es que estamos en un país con instituciones arbitrales poco respetadas y consideradas, y con escaso poder e independencia, rehenes muchas veces de los intereses del poderoso o del político de turno. Pienso en el Tribunal de Cuentas, en el Tribunal Constitucional, en el Banco de España, en las comisiones que velan por la competencia en mercados como el eléctrico, el de valores o el de las telecomunicaciones... O en esos jueces que hoy sacan adelante investigaciones y procesos en medio de un vocerío insoportable y desinformado. Tener buenos y potentes reguladores, que marquen en cada momento las reglas del juego a seguir por todos, es la mejor garantía para el éxito colectivo. Un árbitro profesional e imparcial, pero también respetado, es el mejor garante del buen juego y del espectáculo en el fútbol. ¿Quién vería un Madrid-Barça que estuviera amañado o donde los jugadores hicieran en todo momento lo que les viniera en gana, sin someterse a los dictados de la autoridad?

Como nos recuerdan Acemoglu y Robinson en su excelente Por qué fracasan los países, la prosperidad de un estado no la determinan el clima, la ubicación geográfica o la cultura. Ni tan siquiera la dotación de recursos de la tierra, aun cuando ésta vaya empapada de petróleo o a reventar de metales preciosos. El nivel de desarrollo de un país lo marcan la calidad de sus instituciones y la capacidad que estas tengan para incentivar a los mejores y evitar los fraudes y las malas prácticas. Como sociedad no nos sale a cuenta insultar al árbitro, por más que muchos se ahorren con ello una terapia. Y eso es así aunque, ay, acabe perdiendo nuestro equipo.