¿Estamos en guerra?

¿Estamos en guerra?

Las guerras ya no se declaran. La II Guerra Mundial puso fin a aquella práctica diplomática de anunciar solemnemente la hostilidad generalizada al "declarar la guerra". Pero la guerra existe. La guerra continúa. La guerra sigue siendo el estado definitivo de la conflictividad sobre el planeta Tierra.

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"La guerra ya no es lo que era", ha escrito Moisés Naím. Con esa declaración, no está certificando la caducidad de los perspicaces aforismos de Clausewitz sobre la guerra como "continuación de la política por otros medios" (y viceversa, la política como "continuación de la guerra por otros medios"), sino un estadio histórico, todavía desconcertante, en que, como en otras transiciones críticas, "lo viejo no acaba de morir mientras lo nuevo no acaba de nacer".

Las guerras ya no se declaran. La II Guerra Mundial puso fin a aquella inveterada práctica diplomática de anunciar solemnemente las movilizaciones militares y la hostilidad generalizada al "declarar la guerra", función que todavía hoy reserva al rey la Constitución Española de 1978 (art. 63 CE).

La intervención americana en Vietnam (1965-1974) inauguró una nueva época en que las operaciones militares y el uso de la fuerza se encubren estratégicamente bajo los eufemismos de la "protección de intereses", acciones de "disuasión" y "ataques preventivos" que invocan "legítima defensa" individual o colectiva (art.51 de la Carta de la ONU).

Pero la guerra existe. La guerra continúa. La guerra sigue siendo el estado definitivo de la conflictividad sobre el planeta Tierra.

Esa, y no otra, es la idea -y su expresión retórica- en que se sintetiza dramáticamente la unidad de la República Francesa tras la brutalidad dantesca de los atentados yihadistas de París del 13 de noviembre. El presidente Hollande ha calificado esa salvaje apoteosis despiadada de maldad como un "acto de guerra" perpetrado a sangre fría.

El presidente Hollande ha calificado esa salvaje apoteosis despiadada de maldad como un "acto de guerra" perpetrado a sangre fría. Y como tal ha respondido, lanzando un ataque aéreo contra Raqqa.

"Francia está en guerra", proclamó esta semana en Versalles ante la Asamblea y el Senado en reunión conjunta. Y como tal ha respondido, lanzando un ataque aéreo contra Raqqa, capital clave del Daesh, ISIS o Estado Islámico, de gran valor estratégico.

La conmoción y el sufrimiento, la solidaridad con Francia, con sus valores y libertades republicanas, con su ciudadanía dolorida y con ese luto inmenso y de alcance paneuropeo, no obstan la necesaria y lúcida percepción de que la tragedia con que nos desafía el terrorismo yihadista debe ser contestada y combatida, sí, con la fuerza militar de que disponga la UE (artículo 42.7 del Tratado de la UE y artículo 222 del Tratado de Funcionamiento de la UE), pero no va a desaparecer sola y exclusivamente con soluciones militares.

La etiología y las causas de tanta barbarie echan raíces en un historial de alienación, resentimiento y exclusión. Y un sentimiento patológico de no pertenencia a las sociedades europeas en que han nacido, residen, y de las que son ciudadanos, que está prendiendo viralmente en una hornada de descendientes de inmigrantes de segunda y tercera generación, procedentes de países de religión musulmana.

Estos ciudadanos han nacido ya europeos, y muy a su pesar, han vivido o viven hoy entre nosotros, en suelo europeo, en conexión con la espiral de locura destructiva y ajuste sectario de cuentas que se ha desatado en el interior de las propias comunidades islámicas.

La shiah contra la sunna, y dentro de esta última, facciones intrasuníes en una miríada de oscuros conflictos cruzados y luchas por la hegemonía ideológica y territorial, pugnan, con padrinazgos diversos y financiación criminal, en las inestables o inexistentes fronteras interestatales del torturado Oriente Medio. Las guerras chiíes-suníes y la violencia intrasuní han desatado un horror sin precedentes que amenaza con sumir a Europa y sus sociedades -la UE y sus Estados miembros- en un estado de shock.

La tragedia con que nos desafía el terrorismo yihadista debe ser combatida con la fuerza militar de que disponga la UE, pero no va a desaparecer sola y exclusivamente con soluciones militares.

Un frenesí antiterrorista que puede abocarla a un retorno regresivo a las pulsiones y respuestas estrictamente nacionales -reformas constitucionales, nuevo equilibrio en el binomio libertad/seguridad, acciones militares sin una cobertura común-, justo en el preciso momento en que más falta hace Europa: ¡más política exterior, defensa y seguridad común que nunca, más cooperación y más diplomacia que nunca, más inteligencia europea y compartida que nunca!

Tan enloquecida espiral de acción y reacción amenaza también el propio acervo europeo, sus activos más preciados: la libre circulación, Schengen, el derecho de asilo y protección de refugiados, y la ambición proclamada de una gestión integrada de las fronteras exteriores de la UE.

En todas partes asistimos al cierre de escotillas de respiración de la UE. La política del miedo puede verse sucedida, en un corolario trágico, por una reacción de espanto y pavor próxima al pánico. Es tanta la inseguridad que quizá nunca habíamos apreciado tanto las referencias capaces de alumbrar alguna certidumbre.

Es hora, por el contrario, de asomarse a la fatiga del pensamiento estratégico que tome en serio la envergadura, hondura y complejidad de ese reto, identificando sin yerro dónde está el enemigo y cuántos serán los costes de combatirlo y vencerlo, sin que la UE pierda el aliento ni su razón de ser en tan enorme empeño.