Están aquí para quedarse

Están aquí para quedarse

La sentencia del TC cristaliza de inmediato en la realidad social y en el imaginario colectivo de nuestra convivencia, de nuestra conciencia, y hasta de las palabras con las que la describe.

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El pasado día 6 de noviembre el Tribunal Constitucional dictó una sentencia histórica desestimando el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el PP contra la Ley que autoriza los matrimonios entre personas del mismo sexo. Los fundamentos de la sentencia confirman punto por punto la argumentación de constitucionalidad que, como ministro de Justicia, sostuve ante el Pleno del Congreso el 17 de marzo de 2005, al presentar ante las Cortes el Proyecto de Ley para su tramitación.

Se trataba de una ley escueta en cuanto a su objeto, pero trascendental en cuanto a su impacto histórico. La iniciativa modificaba la redacción hasta entonces vigente del artículo 44 del Código Civil (la forma y efectos del matrimonio) sin incursionarse expresamente en el régimen de adopción. La premisa era sencilla: pudiendo concurrir al procedimiento de adopción tanto personas casadas como personas solteras, haber prohibido esta opción a las parejas del mismo sexo hubiera introducido un supuesto de discriminación inconstitucional, respecto de quienes pudiesen concurrir en solitario como solteros sin haber sido interrogados sobre su orientación sexual.

La ley cumplía, ante todo, un mandato constitucional (art. 9.2CE) por el que los poderes públicos asumen el deber de remoción de barreras que obstaculizan e impiden que la libertad e igualdad sean reales y efectivas. Se reparaba así a ciudadanos largamente discriminados, cuando no humillados, o incluso criminalizados, como ocurría en época del franquismo.

El artículo 32 CE remite al legislador la regulación de la "forma y efectos del matrimonio". Cuando este precepto establece "que el hombre y la mujer pueden contraer matrimonio con plena igualdad jurídica" no prohíbe expresamente un matrimonio homosexual que en los años 70 del pasado siglo era impensable. Prohíbe, antes bien, una discriminación históricamente muy arraigada, pero entre la mujer y el hombre, en la medida en que, con anterioridad a la Constitución, la mujer quedaba jurídicamente subordinada al marido por el solo hecho de casarse.

Pero la ley cumplía también un compromiso electoral. Honraba la palabra dada, sin recular siquiera en la terminología, edulcorando el paso adelante en el reconocimiento de las parejas del mismo sexo con algún neologismo que dejase aún pendiente para ulterior ocasión su plena homologación. Pasó a erigirse en un auténtico test de credibilidad de la voluntad del Gobierno de cumplir su compromiso. Y una demostración de que el voto sirve para cambiar las cosas.

Durante toda la tramitación legislativa resistí como ministro la "trampa cuantitativa" que suponía descifrar el sentido de ley sobre la base de calcular "cuántas parejas homosexuales" se casarían al día siguiente de su entrada en vigor. El argumento no era ése: la ley no pretendía que las parejas homosexuales se casaran, ni en mayor ni en menor número, sino que simplemente pudieran hacerlo cuando libremente lo decidieran, en condiciones de igualdad. El argumento no era cuantitativo, sino cualitativo: es toda la sociedad la que mejora en este reconocimiento. La capacidad de integración de la diversidad, de la diferencia y de la propia libertad que debe garantizar nuestro orden de convivencia se refuerza en los vectores de la honestidad y la decencia, en el tratamiento de todas las personas sobre el principio de igualdad.

La cara más conservadora del PP se retrató en el recurso de inconstitucionalidad. Retardario siempre frente los avances sociales, reaccionario y negativo ante la extensión de derechos y libertades, el PP ni ha liderado ni protagonizado un solo paso adelante en la historia de la lucha contra la desigualdad en la democracia española. Antes bien, desde 1978, todos los avances sociales y todos y cada uno de los reconocimientos, extensiones y ampliaciones de derechos y libertades han tenido lugar con el voto negativo del PP frente al impulso y liderazgo del PSOE en el Gobierno. También aquí, una vez más.

Pero el PP se retrató sobre todo en la furiosa galopada de crispación y demagogia que demostró en este asunto, en un jalón muy señalado de su estrategia divisoria, abocada al "todo vale" con la que persiguió una y mil veces confrontar y saturar a la sociedad española. Rememorando al lobo y al cuento de "los tres cerditos", el PP gritó hasta desgañitarse "soplaréee, soplaréee y tu casa derribaréee". A lo largo de las dos legislaturas del Gobierno de ZP, el PP se dispuso demostrar bravuconamente que, hasta que los españoles "reconocieran su error" de haberle dado al PSOE -por dos veces (2004 y 2008)- una mayoría de Gobierno, la ciudadanía no tendría un solo minuto de sosiego para la conversación razonable que ha de animar el debate y, cuando sea necesario, la confrontación democrática que caracteriza y define a una sociedad madura.

Pero hay más. Una vez confirmada, punto por punto, la defensa de la constitucionalidad de la ley que consumió buena parte de la energía discursiva del Gobierno en el que serví como ministro de Justicia, ha llegado el momento de denunciar la insoportable hipocresía del PP. Porque el PP marchó con los obispos, bramando y crispando a todo trapo, pero no exclusivamente desde la premisa jurídica (errónea, como se ha visto) de su "inconstitucionalidad", sino sobre el prejuicio de honda raigambre confesional de que la propia institución legal del matrimonio entre personas del mismo sexo era una "aberración contra la ley natural", y equivalía por tanto a su "desnaturalización" como pieza principal de una estrategia orientada a la "destrucción de la familia". ¿Basta ahora el pronunciamiento de validación del TC para aquietar a los sectores que exigían del PP un retorno a la familia canónica con exclusión de ninguna otra variable distinta a su interpretación ultraconservadora de su "Derecho natural"?

La sentencia del TC cristaliza de inmediato en la realidad social y en el imaginario colectivo de nuestra convivencia, de nuestra conciencia, y hasta de las palabras con las que la describe, como evidencian los cambios registrados por la RAE en la actualización del diccionario de la lengua.

La Ley del año 2005 -concisa en cuanto a su extensión, enorme en cuanto a su objeto y su potencial de futuro- muestra el valor del voto. Como seguramente más que ninguna otra de las del primer mandato de ZP en el Gobierno (incluida la del divorcio express, que ha tenido una aplicación mucho más amplia en la cuantificación de ciudadanos que lo han hecho valer en sus vidas personales), esta ley ejemplifica hasta qué punto es relevante poner el voto a trabajar para cambiar las cosas, para mover la realidad y transformarla a mejor.

Los matrimonios entre personas del mismo sexo están aquí para quedarse.