La casa por el tejado

La casa por el tejado

Romper el euro es infinitamente más costoso y caro que salvarlo, y la primera víctima de ese proceso sería precisamente quien más aparentemente lo dificulta: la Alemania de Merkel.

Empezar la casa por el tejado es una expresión española que equivale más o menos a comenzar las cosas por el final. En España existe la costumbre de plantar una bandera en lo alto de los edificios cuando estos han cubierto aguas, como expresiva demostración de que se ha coronado la cima. De todas maneras yo he visto en muchos países donde las casas, sobre todo si se fabrican en madera, comienzan a construirse precisamente por el techo. Y algunos rascacielos hacen que su estructura cuelgue de su terraza más alta, como si se tratara de las varillas de un paraguas, para evitar tener que profundizar en los cimientos. Eso es precisamente lo que decidieron los arquitectos de la moneda única europea, el euro, a la hora de diseñarla. En vez de establecer una unidad política que permitiera garantizar la del mercado, decidieron comenzar por el final, suponiendo que las exigencias de la política monetaria obligarían antes o después a construir la unidad fiscal y la coordinación de la política económica, basamentos necesarios para un proyecto de ese género.

La crisis financiera mundial, desatada inicialmente por el estallido de las subprime americanas y la quiebra de Lehman Brothers, ha terminado por convertirse en un problema que afecta prioritariamente a la Unión Europea y, dentro de ella, a los países de la eurozona. La nacionalización de Bankia, decidida por el Gobierno de Madrid, ha encendido en las últimas semanas todas las alarmas. Algunos comparan la situación a la que se creó en la Europa de 1931 cuando la quiebra del Credit-Anstalt austriaco derivó en un pánico bancario que empeoró hasta lo indecible los efectos de la Gran Depresión. Aunque no es perceptible por el momento una fuga de depósitos alarmante para la banca española, las interrogantes ante las próximas elecciones griegas y la posibilidad de que una salida de Grecia de la zona euro contagie a economías más grandes, ha llevado a muchas compañías europeas a suscribir seguros frente al riesgo de una eventual ruptura de la moneda única. Bancos suizos y alemanes están haciendo, por su parte, ofertas a depositantes italianos y españoles para que abran cuentas en Zurich o Frankfurt, y los clientes se sienten animados a hacerlo después de que economistas como Krugman hablaran de la posibilidad de un corralito financiero en los países del sur de Europa.

La realidad es que la crisis actual de la eurozona ha puesto a Europa en una encrucijada histórica. Si la moneda europea desapareciera, lo más probable es que todo el proyecto de unidad política se viniera abajo. Serían siete décadas perdidas en la historia del continente y el fracaso del experimento político más importante de cuantos la Humanidad emprendió después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Constituiría una catástrofe de tal magnitud que esa es precisamente la razón por la que muchos piensan que, antes o después, las cosas han de solucionarse. Romper el euro es infinitamente más costoso y caro que salvarlo, y la primera víctima de ese proceso sería precisamente quien más aparentemente lo dificulta: la Alemania de Merkel. Este país dirige casi la mitad de sus exportaciones a la zona euro y una quiebra de la misma supondría una recesión inevitable en las cuentas germanas. La entrada de Europa en un periodo largo de decrecimiento económico contagiaría de inmediato a los Estados Unidos y también a los mercados emergentes. El mundo se encaminaría a una recesión global. El convencimiento de que cuanto peor, mucho peor, es lo que atiza el optimismo de algunos cara a la resolución de la actual crisis. Esta ha puesto de relieve la necesidad de profundizar el camino de la construcción europea, que no puede seguir otra ruta que la del federalismo. Pero mientras se discute de las cosas importantes es preciso atender antes que nada a las urgentes. La casa está en llamas y, antes de decidir sobre las reformas estructurales que necesitará en un futuro, es preciso apagar el fuego que amenaza con destruir ahora todo el edificio. Para hacerlo lo más urgente es recapitalizar los bancos en apuros, devolver la liquidez a los mercados y garantizar que el sistema financiero no sufrirá los mismos avatares de los comienzos de los años treinta. Se necesita una manguera de dinero para apagar las llamas, y los accionistas y bonistas de las entidades financieras al borde de la quiebra son quienes han de pagar las consecuencias, no sus depositantes. Solo así podrá romperse el círculo vicioso que las políticas de austeridad fiscal están generando al promover más desempleo, una degradación de la demanda y, por ende, mayores dificultades para el crecimiento y para el repago de la deuda. La austeridad es necesaria y la consolidación fiscal imprescindible, pero solo rendirán frutos si somos capaces de hacer que se recupere la demanda. En todo este entramado, por lo demás, Europa tendrá que revisar los parámetros del estado de bienestar y garantizar unos niveles de protección social compatibles con su rendimiento económico.

Para atajar esos problemas urgentes a los que antes nos referíamos, se habla ya de una Unión Bancaria, de centralizar la inspección de las instituciones financieras europeas y las garantías a los depósitos, coordinar las políticas presupuestarias y establecer una verdadera unión fiscal. De modo que esta Europa que se resiste al federalismo político, por razones de pérdida de prestigio y soberanía que los políticos nacionales exhiben, parece dispuesta a aceptar cuando menos que el federalismo financiero le preceda. Es una manera de continuar construyendo la casa desde el tejado. Ya he dicho sin embargo que no pocos edificios se levantan mediante técnica similar, y la bandera de Europa ondea en nuestra azotea desde hace décadas. Bienvenido sea pues el experimento. Aunque para que culmine con éxito es necesario que los bomberos operen cuanto antes.