Vuelven los grandes jereces

Vuelven los grandes jereces

Años antes de que la palabra "crisis" comenzara a oírse por todas partes, los vinos de Jerez ya vivían su particular apocalipsis. Mientras el resto de zonas españolas subía como la espuma, los sherries estaban en peligro de extinción. Todos parecían coincidir: el jerez se nos muere. No volverá a ser lo que era.

Unos cuantos años antes de que la palabra "crisis" comenzara a oírse por todas partes, los vinos de Jerez ya vivían su particular apocalipsis. Haciendo gala de una excepcionalidad ganada a pulso, y mientras el resto de zonas españolas subía como la espuma (eran los buenos tiempos), los sherries se contemplaban poco menos que como animales en peligro de extinción.

Todos los indicadores parecían coincidir: el jerez se nos muere. Todos los críticos parecían estar de acuerdo: el jerez no volverá a ser lo que era. Había unanimidad en la predicción.

En tono compungido, casi de funeral, los especialistas no se cansaban de señalar un dramático repertorio de motivos y consecuencias que sólo podían agravar la pésima salud del enfermo. Sobre todo, se insistía en cuatro frentes:

  1. La pérdida de prestigio internacional y el descenso de las ventas (a muchos viejecitos ingleses les habían quitado de la dieta su copita diaria de jerez, y sus nietos no seguían la sana costumbre de beber).
  2. El escaso entusiasmo de los productores, alicaídos por la incomprensión que padecían sus vinos (en honor a la verdad, hay que recordar que tampoco ellos hacían mucho por la labor, lo que motivó que un crítico dijera: "Son como Nerón; ven arder Roma y les entran ganas de tocar la guitarra).
  3. Los obstáculos que la vida moderna presenta para el consumo de jereces. En efecto: las prisas del mundo contemporáneo se llevan mal con el pausado deleite que exige una buena copa de jerez.
  4. La imagen trasnochada de los jereces en un tiempo en que la modernidad jugaba al minimalismo, apostaba por lo cool, lo in o el must. Los nuevos consumidores exigían discursos sencillos y un lenguaje atractivo, desgrasado de pandereta y gitanería. Los jereces se concebían como expresiones momificadas del pasado. En el mejor de los casos, eran los vinos que bebían los abuelos.

Han bastado, sin embargo, un poco de tiempo y algunas buenas iniciativas, para que los jereces, como el ave fénix, resurjan de sus cenizas. ¿Quién lo hubiera soñado, ante tanto razonado catastrofismo? ¿Quién se hubiera aventurado a pronosticar que el moribundo regresaría, vivito y coleando, a caminar por la pasarela de las tendencias?

Ahora no hay restaurante que se precie, ni taberna último modelo, que no cuente con un puñado de jereces en su carta. A los jóvenes sumilleres les encanta explicar lo que diferencia un oloroso de un palo cortado, o un fino de un amontillado. Se organizan catas de jereces en foros de todo tipo. Se ruedan documentales, como el muy vistoso del director José Luis López Linares (Palo Cortado). Y los grandes cocineros hacen platos particularmente diseñados para ser acompañados con estos vinos.

Pero tal vez el factor determinante de esta recuperación sea el interés demostrado por el ejército cada vez más numeroso de consumidores que persiguen rarezas, elaboraciones fuera de la norma y, en definitiva, vinos provocadores. En este ámbito, es posible que el jerez no tenga rival en el universo vinícola.

Entre los vinoheridos, los jereces más viejos y olvidados cobran ahora un significado tan placentero como especial. Vinos de treinta, cuarenta o muchos más años de edad, que las bodegas lanzan al mercado con etiquetas atrayentes. Por fin se comprende que estas rarezas vinícolas, incluso cuando alcanzan un precio en apariencia elevado, son baratas.

Las consecuencias de este cambio de rumbo ya se reflejan en la cuenta de resultados de las bodegas de Jerez, Sanlúcar y El Puerto de Santa María. Se aprecia un mayor volumen de negocio, mientras el número de botellas vendidas es menor. Es ésta una buena noticia en una región que se equivocó de manera grave en el último tramo del siglo XX, cuando se plantaron viñas sin criterio, sacrificando calidad en favor de cantidad.

Jerez no vive ninguna panacea, y el sector todavía está lejos de alcanzar estabilidad. Pero, mientras otras zonas vinícolas sufren, los jereces -esos vinos raros y curiosos- miran al porvenir con ilusión. El enfermo parece decidido a abandonar el hospital.

No estaría mal recordarle que la salud es un bien, a menudo, demasiado frágil. Y que nadie va a pagar, ni mucho ni poco, por vinos que de verdad no respondan a una alta exigencia cualitativa. El jerez, por prestigio histórico, tiene la obligación de la calidad. No puede permitirse devaneos con lo mediocre.