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Un aviso a la humanidad

La semana antes de que Wiesel nos dijera adiós, Gran Bretaña votó por su salida de la Unión Europea, el terrorismo se llevó cientos de vidas por delante y, en Estados Unidos, Donald Trump siguió expandiendo el odio y la xenofobia. Estos sucesos, y la locura populista que parece seducir a votantes de ambos lados del Atlántico, traen unos escalofriantes ecos de los años 30.

Nobel Peace Laureate Elie Wiesel is seen before participating in a roundtable discussion onGary Cameron / Reuters

Elie Wiesel nos dejó justo un año después de la muerte de su querido amigo y también superviviente de Auschwitz Samuel Pisar, mi padre. Eran dos de las personas más jóvenes y brillantes que escaparon de los campos de la muerte nazis, y que se pusieron como misión en la vida advertir a las generaciones futuras de los peligros aún presentes.

Elie y yo mantuvimos una amistad especial a lo largo de los años. Durante uno de nuestros primeros encuentros en casa de mis padres en París, cuando tenía unos 11 años, me preguntó qué estaba leyendo. "Guy de Maupassant", respondí, orgullosa de estar devorando los relatos de uno de los mayores autores franceses del siglo XIX a una edad relativamente temprana. Por un instante, se le ensombreció la cara. Como si estuviera recogiendo un desagradable pensamiento, sonrió y dijo: "Prueba primero con Flaubert. Lo disfrutarás mucho más". No hice caso al comentario, pues parecía proceder de un condescendiente adulto. No obstante, unas semanas después, me encontré con un pasaje terriblemente antisemita. En un flash, lo entendí todo. Wiesel no estaba menospreciando la excelencia literaria de Maupassant. Estaba advirtiendo a un niño de que en cualquier lugar inesperado pueden surgir pequeñas sorpresas. Hoy lo considero una llamada de atención.

Casi dos décadas más tarde, Bill Clinton lo envió a una misión presidencial para reunirse con los refugiados kosovares en campos de Albania y Macedonia, al tiempo que la guerra arrasaba su tierra. Como joven trabajadora del Consejo de Seguridad Nacional, me pidieron que me uniera a su pequeña delegación.

Fue un viaje desgarrador. Verlo sentado en tiendas durante horas, en medio de un calor sofocante, y escuchar a esos hombres, mujeres y niños hablar de su sufrimiento, ver en sus ojos la tristeza teñida de rabia por que esa horrible "limpieza étnica" estuviera ocurriendo apenas medio siglo después de la caída del Tercer Reich, era casi insoportable.

En Macedonia conocí a una niña adorable, Mirena, que tenía unos ojos enormes y chispeantes. Me cogió la mano, riendo, y me paseó por el campo, aparentemente indiferente ante la desolación del lugar. Cuando era hora de irse, no éramos capaces de separarnos. ¡Ojalá pudiera llevármela!, pensé. Esa noche la pasé sollozando, pensando que Mirena tenía la misma edad que mi tía Frieda cuando a ella y a mi abuela las cargaron en un vagón de ganado y las llevaron a una cámara de gas en 1941.

Diez años después de ese viaje a los Balcanes, una extraña delegación ecuménica bajo el auspicio de la UNESCO viajó a Auschwitz durante un frío invierno en una misión para fomentar una mayor tolerancia y entendimiento entre las tres principales religiones monoteístas. Ante las ruinas de las cámaras de gas y los crematorios, me estremecí de emoción, mientras se acercaban clérigos judíos, musulmanes y cristianos, mientras trascendían las diferencias políticas y espirituales, para rezar al mismo Dios abrahámico.

La afirmación más potente del día vino de boca de un musulmán, el Gran Mufti de Bosnia, Mustafa Ceric: "Vine aquí para ver con mis propios ojos el daño que los humanos pueden hacer a los humanos, y para decir que los que niegan los genocidios de Auschwitz o Srebrenica están cometiendo un genocidio ellos mismos".

Hoy, a medida que la violencia se extiende por el mundo, apuntando a los civiles más vulnerables de todas las religiones, esta afirmación suena aún más real.

Ahora que ya no están aquí para dar testimonio, nos toca a nosotros, sus hijos, hablar y mantenernos alerta.

Wiesel y Pisar, unidos por una profunda amistad y por su tragedia común, eran muy diferentes como individuos. Elie procedía de una familia ortodoxa de Rumanía, llevó una vida de piedad y bondad y se dedicó a escribir y a enseñar.

Mi padre nació en Polonia, de una familia liberal e integrada. Cuando escapó de Dachau a los 16 años, después de cuatro años en los campos, su relación con el Todopoderoso ya era bastante tumultuosa. Pero su espíritu era fuerte, y desarrolló una vibrante carrera como escritor, abogado internacional y consejero de jefes de Estado.

Ambos dedicaron su extraordinaria vida a advertir a la humanidad para que no volviera a cometer los mismos errores. Su desaparición marca el ocaso de una era. No sólo me llena de la más profunda tristeza, sino también de miedo.

Miedo de que, como dijo mi padre, "nosotros, que huimos de la mayor catástrofe jamás desencadenada por el hombre contra el hombre, desaparezcamos unos tras otros. Pronto la Historia hablará, en el mejor de los casos, con la impersonal voz de investigadores, intelectuales y novelistas; en el peor de los casos, con la maliciosa voz de demagogos, provocadores y negacionistas. El proceso ya ha comenzado".

Ahora que ya no están aquí para dar testimonio, nos toca a nosotros, sus hijos, hablar y mantenernos alerta.

Este es nuestro trabajo ahora:

La semana antes de que Wiesel nos dijera adiós, Gran Bretaña votó por su salida de la Unión Europea. Al mismo tiempo, las masacres terroristas se llevaron cientos de vidas en todo el mundo. Mientras tanto, en Estados Unidos, Donald Trump expande el odio y la xenofobia.

Estos sucesos, y la locura populista que parece seducir a votantes de ambos lados del Atlántico, traen unos escalofriantes ecos de los años 30.

Wiesel, Pisar y muchos otros supervivientes de las peores atrocidades perpetradas por el hombre contra el hombre no creyeron que estamos condenados a un comportamiento fratricida ni que existen enemigos hereditarios. Pese a todo lo que sufrieron, mantuvieron una profunda fe en la humanidad.

En un inesperado giro profesional, mi madre -la música de nuestra familia- metió a mi padre en su mundo durante la última década de su vida. Fue así como llegó a escribir una de sus mejores obras, un libreto para la Sinfonía n°3 de Leonard Bernstein, Kaddish, y a narrarla con algunas de las orquestas más importantes del mundo.

Os dejo un breve extracto:

"Cuál es mi mensaje,

Más allá de que el hombre,

Aunque dotado de la libertad de elegir

Entre el bien y el mal,

Es capaz de lo peor, y de lo mejor,

Del odio, y del amor,

De la locura, y del genio.

Que a menos que no aprendamos las lecciones del pasado,

Y abracemos los verdaderos valores morales de los grandes credos,

Ya sean sagrados o laicos,

Los horrores del pasado resurgirán

Para ensombrecer nuestros sueños de un futuro mejor

De paz, de libertad y de prosperidad para todos".

Hoy, más que nunca, debemos prestar atención a este aviso a la humanidad.

Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano