Los tiempos están cambiando

Los tiempos están cambiando

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Paseo marítimo de ciudad con mar. Once de la noche. Hogueras ardiendo en la arena, gente paseando, acabando de cenar, riendo, hablando, quemando todo lo malo. Ambiente relajado y festivo. De pronto, un grupo numeroso de adolescentes de entre 14 y 15 años llega e invade gran parte de la explanada en la que familias esperan la hora mágica para saltar las olas y pedir un deseo. Se sientan juntos y comienzan a hablar. Parecen integrarse en el entorno. Pasan 10 minutos y la situación cambia. Aparecen las primeras botellas de alcohol. Beben y lo hacen rápido, a palo seco, directamente de las botellas con alta graduación. Poco después empiezan los comportamientos desinhibidos.

Algunas chicas salen del grupo y empiezan a vociferar por sus móviles, unos cuantos chicos se levantan y bailan (con ejercicios acrobáticos incluidos) mientras otros los graban, algunos se gritan entre sí. Dos más se alejan tambaleándose para hablar de sus cosas. Una de ellas llora amargamente mientras la otra intenta consolarla. En otro lado, una pareja también se ha separado del grupo. Él la atrae hacia sí con fuerza (demasiada). La rodea con un brazo por la cintura y con la otra mano coge su cuello para alcanzar la boca. Ella se resiste. Algunos adultos se dan cuenta y, cuando se dirigen hacia ellos, un compañero llega antes y le pide que la deje en paz. Dos ancianos contemplan la escena sentados en un banco del paseo con cara de sorpresa. En minutos, el gran grupo se ha adueñado del lugar.

Beben, gritan, saltan, se graban, se enfadan, orinan entre los coches y fotografían el momento. De pronto, uno levanta el brazo, hace una señal y todos le siguen hacia el mar. En segundos desaparecen dejando tras de sí un reguero de botellas y envoltorios. No todos son así, es cierto, pero estas situaciones van en aumento. Niños queriendo ser adultos sin adultos que los guíen. Ante la escena, algunos se llevan las manos a la cabeza constatando que cuando tuvimos esa edad, también salimos, pero no nos comportábamos de esa manera. Mientras escucho comentarios relacionados con la necesidad de estímulo continuo, la poca capacidad de frustración, etc. yo no puedo evitar pensar que cada día entramos a clases con grupos de 30 a 40 alumnos adolescentes.

Además de contenidos, la escuela se ha convertido en un transmisor de valores; pero para que funcione necesitamos ir de la mano todos los miembros de la comunidad educativa.

Por estas fechas una de las frases más habituales que solemos escuchar está relacionada con nuestras vacaciones. Creo que quien nos lanza esas alusiones de manera indiscriminada no conoce nuestro trabajo. Aparte de programar, formarnos, montar clases, corregir, atender a la diversidad, reunirnos con los padres, llevar adelante tutorías e, incluso, actividades extraescolares, cada curso luchamos por conectar con estos jóvenes que, en apenas unos años, han cambiado de hábitos y de idea respecto a la figura del profesor. La colaboración de las familias es fundamental, necesaria. Además de contenidos, la escuela se ha convertido en un transmisor de valores; pero para que funcione necesitamos ir de la mano todos los miembros de la comunidad educativa. No todos cumplimos, es cierto, pero estas situaciones van en aumento. Profesores comportándose como padres sin padres que los guíen.

Nuestro estatus no es favorable. Necesitamos un mayor reconocimiento por parte de las administraciones y de la sociedad en general.

En los años 60 Bob Dylan ya nos avisaba en una de sus canciones: "Venid padres y madres alrededor de la tierra y no critiquéis lo que no podéis entender, vuestros hijos e hijas están fuera de vuestro control, vuestro viejo camino está carcomido. Por favor, dejad paso al nuevo si no podéis echar una mano porque los tiempos están cambiando".

Con permiso del premio Nobel, cambiaría el final: "No abandonéis el camino. Echad una mano para que lo podamos recorrer juntos. Quizá así consigamos entender y guiar a estos jóvenes perdidos entre redes digitales, alcohol, tendencias y fuegos fatuos".