De mujeres y 'viejas'

De mujeres y 'viejas'

PIXABAY

Existen términos que crispan. La palabra "viejo", en cualquiera de sus acepciones, es una de ellas. Si utilizada como calificativo resulta incómoda, empleada como sustantivo quiebra todo estoicismo. Se habrán dado cuenta, porque es muy notorio, que su único uso como nombre es en términos humanos. Un viejo es siempre alguien mayor, no cabe lugar a la duda; un disco puede ser vintage; una pintura, una antigüedad; y una joya, una reliquia. El ser humano es el único que al madurar pierde su naturaleza (hombre o mujer) por su condición temporal. Esto, convendrán conmigo, es especialmente sangrante en el caso femenino, para quienes la vejez se entiende como un proceso en el que se transforman en algo fachoso y aun caricaturesco.

El cancionero popular ya nos recordaba, hace tiempo, aquel trágico suceso de la calle 24, instándonos a sentir lástima por 'la vieja', por el gato y por la punta del zapato. Ese término, el de 'vieja', solo traduce en un estado de metamorfosis perenne: la de una persona que fue mujer y, por la acción del tiempo, se transmutó en otra cosa. Trasladado a la actualidad, los tópicos se diseminan no por cánticos ni juegos de palmas, sino mediante muy directos productos audiovisuales que nos indican, con todo detalle, quiénes somos y qué se espera de nosotros en cada uno de nuestros estadios vitales.

Vivimos inmersos en un orden en el que la juventud es un grado, y en el que los años se traducen en brechas infranqueables

Resulta sorprendente cómo somos capaces de tolerar determinados aspectos relacionados con las mujeres maduras, sin un ápice de conciencia crítica. Hace años se retrataba 'con cariño' (debemos entender), a las señoras qué, esas personas representadas por hombres que se muestran criticonas o ingenuas, iletradas y que viven en un mundo que en todo les es ajeno. Se antojaba desagradable chasquearse (insisto, 'con cariño'), de quienes han debido abrirse camino con carencias, abusos, trabajo duro y vicisitudes; es de muy mal gusto hacer humor sobre la base de quienes no han tenido oportunidad de ser quienes podrían haber sido; mujeres que, en la mayor parte de los casos, sienten un profundo encogimiento y sumisión. Curioso que tengan que ser representadas por hombres; curioso que nadie haya hecho nunca el retrato de un señor qué.

Hace varios años, en 2011, Jane Fonda participó en una conferencia de TEDxWomen, en la que detallaba cómo se enfrentaba al que denominó "tercer acto". Fonda, que sabiamente hablaba de una segunda vida que se añade a nuestro ciclo como adultos, denunciaba el antiguo paradigma de la vejez entendida como decrepitud. En su lugar, la actriz proponía una nueva metáfora simbolizada por una escalera, lo que acertó en designar "la ascensión del espíritu humano". En vez de estar condenados a desaparecer, los hombres y mujeres del tercer acto están impelidos a crecer, a desarrollarse, a profundizar en aquello a lo que no pudieron dedicarle tiempo por tener que estar subyugados al deber.

Lo pernicioso de esta cultura del descarte es que, en nuestro desdén, hemos obviado a las personas, convirtiéndolas en meros objetos

Sin embargo, este nuevo paradigma no encuentra resonancias en nuestro tejido social. Al contrario, vivimos inmersos en un orden en el que la juventud es un grado, y en el que los años se traducen en brechas infranqueables. Llevado al extremo, la integrante del nuevo cine alemán, Margarethe von Trotta, presentó en 2017 Olvídate de Nick, una cinta que, pese a no resultar ni de lejos lo mejor de la cineasta, sí que elaboraba un discurso acorde con la pérdida de identidad a resultas de los años. Jade (Ingrid Bolsø Berdal), una diseñadora en su treintena, sufre el abandono de su marido Nick (Haluk Bilginer), treinta años mayor. Este, que ya estaba divorciado de Maria (Katja Riemann) una alemana en su cincuentena, vive ahora con una modelo de veinte años, quien parece comprenderle (captemos el eufemismo) mucho mejor que las dos anteriores. Pese a que Nick es un hombre de éxito, la mitad de la casa que comparte con Jade es de Maria, quien llega a su ático de Nueva York para reclamar lo que también es suyo. Incapaz de costear la compra de su parte, y sin dinero suficiente como para poder vivir autónomamente, Jade deberá convivir bajo el mismo techo con Maria, sintiendo que el eje de sus vidas es el sexagenario Nick. Este, todo hay que decirlo, ha comprendido perfectamente que el tercer acto de su vida debe destinarse a vivirlo; ellas, al contrario, deben aceptar que han sido sustituidas a causa de su caducidad.

Lo pernicioso de esta cultura del descarte es que, en nuestro desdén, hemos obviado a las personas, convirtiéndolas en meros objetos. Mujeres intercambiables y coleccionables que deben ceder su puesto cuando la edad les da una nueva identidad, una identidad, por lo demás, que nadie querría. Por ello resulta esencial rescatar las palabras de Jane Fonda, interiorizar su espíritu y comprender que ser mayor no tiene por qué ser una condena. Puede que algún día seamos viejas, ojalá sea así; pero eso no significa que estemos obligadas a ser señoras qué.

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Lucía Tello Díaz. Doctora y profesora universitaria de cine. Directora y guionista.