El malo de la película

El malo de la película

Dan Istitene/Getty Images

Detesto los abusos. Una de las peores versiones de la humanidad está representada por aquellos que, explícita o sibilinamente, deciden hacer de la vida ajena una befa, un espectáculo lamentable del que se creen protagonistas. Todos conocemos a gente a la que le gusta abusar, gente que ríe cuando los demás nos preguntamos por qué se está riendo. No es fácil detectar a un abusón, no al principio; suerte que el cine, sereno avezado en esto de advertir la catadura moral, nos ha dado un archivo bien nutrido de personajes a los que sería muy difícil tolerar en la vida real.

Recuerden si no al hermano mayor de Kevin (Macaulay Culkin) en Solo en casa (1991, Chris Columbus), es incomprensible que sus propios padres no hayan abjurado de él: "Dónde están los internados suizos -pensarán cada noche- ahora que los necesitamos". Qué me dicen del personaje Chet Donnelly (Bill Paxton) en La mujer explosiva (1985, John Hughes), su carácter demencial y extralimitado solo es comparable a la traducción que hicimos de su título, incomprensible frente a la Weird Science (ciencia extraña) de su versión original.

Otro de los más célebres abusones del cine lo representa, sin ninguna duda, Biff Tannen (Thomas F. Wilson), enemigo acérrimo de George (Crispin Glover), de Lorraine (Lea Thompson) y del resto de generaciones presentes, pasadas y venideras en Regreso al futuro (1985) de Robert Zemeckis. Efectivamente, pobre Marty McFly.

Al margen de estas películas en concreto, y de la gran pantalla en general, existen igualmente personas que, pagadas de sí mismas, se creen con derecho a vanagloriarse, henchidos como están de egolatría. Lo peor, con diferencia, es que hay gente que gusta de este tipo de caracteres; personas a las que ver subvertir la norma social les hace gracia, a pesar de que sean escalones del mismo gradiente acciones como la burla, la difamación, el maltrato y la destrucción. Todo es cuestión de dosis.

Últimamente, me llama la atención la actitud despreciativa de un personaje público a quien, a priori, nunca hubiera imaginado en semejante rol. Dicen que la deportividad es una manera sana de entender la competición y, con todo, no acabo de ver la caballerosidad en el piloto de Fórmula 1 Lewis Hamilton.

No debemos tolerar, porque es inadmisible, que alguien haga de su contrincante un enemigo y de su adversidad un escarnio.

Ser campeón del mundo tiene mérito; ser joven, atractivo y rico también tiene sus alicientes; todo ello, sin embargo, no es óbice para no desplegar cierta educación, cierto saber estar. El deporte sin competitividad sería tremendamente aburrido, no se lo voy a negar, pero de ahí a obligar al mundo a presenciar descréditos y puyas toscas, va un trecho que no se recorre ni en las veinticuatro horas de Le Mans. Durante varios meses, Hamilton ha encontrado su particular recreo en descalificar a Fernando Alonso, de quien ha dicho o sugerido casi de todo. Le ha llamado viejo, le ha pedido que se retire, ha desplegado su absurdo paternalismo sobre el piloto español para que le dieran un coche en condiciones; ha intentado minar por activa y por pasiva a su contrincante, ahora que piensa que es una presa fácil. Craso error.

Desconozco qué ha llevado a Hamilton a adoptar esta postura beligerante ni qué pensará Alonso de semejante bombardeo. Lo que sí entiendo es que nosotros, quienes observamos impávidos estos fastos insólitos, sentimos una incomodidad rayana en lo absurdo. Vivimos en un mundo 'infoxicadamente' hostil que nos lleva de atentado a catástrofe; de maltrato a bullying; de moving a accidente. No tenemos un respiro en la esfera pública, y tampoco encontramos consuelo en la privada. Lo último que necesitamos es que la arrogancia gane la batalla al sentido común.

Conocí a Fernando Alonso hace más de una década, cuando como periodista, cubrí la entrega de su Príncipe de Asturias. Su urbanidad, su perseverancia y su aposentamiento le hacían parecer mucho mayor de lo que era, una actitud comedida que le hizo ganarse al público. Recuerdo a Alonso agradecido, rodeado de hordas de aficionados que coreaban su nombre, tanto en un balcón frente a una ciudad embravecida ante sus triunfos, como en un pabellón atestado de seguidores y reporteros. Desde aquel momento no me ha extrañado que llegue a donde se proponga: noventa y siete podios, dos campeonatos del mundo, portadas de todos los periódicos o ser embajador de UNICEF.

Me es totalmente indiferente que Fernando Alonso decida lo que le plazca con su carrera, tiene espíritu de campeón y acertará siempre. Lo que no debemos tolerar, porque es inadmisible, es que alguien haga de su contrincante un enemigo y de su adversidad un escarnio.

La vida nos entrega demasiados abusos, no demos coba a los abusones.