El manicomio Arkham

El manicomio Arkham

Imagen de la película 'La milla verde'.

Cuándo perdimos la inocencia. Cuándo empezamos a normalizar la impiedad. Hace meses que asistimos a un auge insólito de la indiferencia. Nada nos concierne, nada nos conmueve, todo es una 'otredad' artificial. En nuestra sinrazón buscamos –y hallamos- razones para justificar la brutalidad, porque de esa manera vivificamos nuestro conformismo y acallamos cualquier conato de conciencia: "Algo habrán hecho"; "esa gente se lo merece"; "en realidad ella ha disfrutado". Malsanas píldoras que nos reconfortan y que hacen ver que, realmente, somos de muy fácil conformar.

Toda esta panoplia consoladora, sin embargo, no viene de serie, la adquirimos al pensar que la antigüedad es un grado. Jamás lo es. Pero sucede, es así; hay un momento en nuestra vida en el que nos creemos demasiado mayores y sucumbimos al cinismo; un momento en que decidimos que, en cuanto a la humanidad, no cedemos un ápice más.

El único delito que había cometido era tener poderes sobrenaturales

"¿Por qué está aquí la silla donde mataron a John Coffey?". Aquella pregunta, realizada frente a una ilusoria silla eléctrica, martilleó mi conciencia durante una semana. Con expresión inocente, volvió a inquirir: "¿Por qué la tienen aquí?". Sus ojos azules, desprovistos de cualquier maldad, se clavaron en mi retina. Cómo explicarle a una niña por qué hay silla eléctrica en un parque de atracciones. Cómo eliminar de su recuerdo la injusticia que se oculta tras el nombre de John Coffey.

"Nos encontramos en el manicomio Arkham", me aventuré a explicarle a mi perspicaz prima, "un hospital en el que encierran a los enemigos de Batman". Aunque le apasionan los cómics, aquello no le convenció. Le expliqué entonces que el parque temático había construido una atracción simulando un enorme psiquiátrico cuyos residentes eran, entre otros, Joker, Hiedra Venenosa, el Sombrerero Loco o Harley Quinn. Me miraba interesada pero expectante, con esa expresión de los niños especialmente dotados que conceden tiempo a su interlocutor, sin entregarle su parabién. Niños que buscan argumentos, no excusas. "Pero si es un hospital ¿por qué hay gárgolas, un corredor de la muerte, pasillos oscuros y gente huyendo?". Verdaderamente la atracción, muy lograda, recrea con exquisito detalle la casa victoriana de DC Cómics, con un realismo casi milimétrico que configura un lugar espectacular. "Porque Arkham -proseguí- es una cárcel y un psiquiátrico, a donde van a parar los delincuentes que resultan especialmente peligrosos o crueles". La respuesta siguió sin convencerle.

Sí, él era inocente, pensé para mis adentros, como lo son cientos de miles de personas que mueren sin motivo

La entrada de la atracción había sido el único refugio en el que pudimos guarecernos de un calor que no daba tregua; un oasis oscuro y fresco en medio del desierto, en el que nos adentramos más por necesidad que por elección. Como es una niña extremadamente inteligente, no tardó en atar cabos: "Pero así mataron a John Coffey y él era bueno". Sí, él era inocente, pensé para mis adentros, como lo son cientos de miles de personas que mueren sin motivo. Esto no se lo dije, pero lo pensé para mis adentros mientras cavilaba cuánto sabe de cine y literatura. Resulta todo un gusto hablar de temas profundos con una niña a la que tanto le gustan los cómics, las películas y los libros, de esos que su padre devora y que le enseña de cuando en cuando para que también ella adquiera afición.

John Coffey, personaje fetiche de la familia, es una de las mejores creaciones de Stephen King y de su novela La milla verde, adaptada al cine por Frank Darabont en 1999. Protagonizada por el desaparecido Michael Clarke Duncan y por Tom Hanks, en ella se narra la historia del anciano Paul Edgecomb (Hanks), guardia de una cárcel de Luisiana. Es él quien expone que, durante los años treinta, coincidió en la penitenciaría con John Coffey, un preso condenado a muerte. En verdad, y ahí está la quid, el único delito que había cometido era tener poderes sobrenaturales, por ello fue encontrado en la escena del crimen de dos niñas, al intentar revivir, y no matar, a las pequeñas.

Nada sería del mundo sin la ficción, sin esos otros mundos que, paradójicamente, nos permiten entender mejor el nuestro

Hablamos del señor Jingles, de Fred Astaire y Ginger Rogers, de Sombrero de copa y de Cheek to Cheek. Encontramos entonces a su padre, mi cinéfilo tío, que nos relató con pasión por qué se necesita la ficción sanadora, los universos alternativos que nos sacan de la rutina y de su miseria. Nada sería del mundo sin la ficción, sin esos otros mundos que, paradójicamente, nos permiten entender mejor el nuestro. Un libro o una sola película son capaces de mostrar con mayor atino qué es la inclemencia, por qué son terribles los prejuicios, cuáles son los límites de la crueldad.

Nada mejor que la ficción para hacernos entender que a veces la justicia no es justa, que en ocasiones los malos no son castigados y que los buenos, como John Coffey, mueren haciendo el bien. Solo la ficción es capaz de traspasar las fronteras del intelecto y alojarse directamente en el corazón. Aunque sea para despertarnos y hacernos conscientes de que el mundo se comporta, en demasiadas ocasiones, de manera demencial.

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Lucía Tello Díaz. Doctora y profesora universitaria de cine. Directora y guionista.