Mens (no tan) sana

Mens (no tan) sana

A los espectadores de deportes se les podría aplicar aquello que dijo Tolstoi de las familias: todos los felices se parecen, pero los desdichados lo son cada uno a su manera. Aunque se trate de momentos de felicidad efímeros y de desdichas pasajeras, lo cierto es que nuestra respuesta ante el triunfo deportivo nacional suele ser uniforme, pero no ante la derrota.

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A los espectadores de deportes se les podría aplicar aquello que dijo Tolstoi de las familias: todos los felices se parecen, pero los desdichados lo son cada uno a su manera. Aunque se trate de momentos de felicidad efímeros y de desdichas pasajeras, lo cierto es que nuestra respuesta ante el triunfo deportivo nacional suele ser uniforme mientras que, frente a la derrota, desplegamos una gran variedad de actitudes, desde quienes se van a la cama sin cenar, hasta los que cambian de canal con un leve encogimiento de hombros.

A mí, el manifiestamente mejorable comienzo de la delegación española en los Juegos Olímpicos de Río me ha devuelto a una sensación recurrente, la del estupor que me produce uno de los sentimientos más intensos y más extraños que existen: el patriotismo. Especialmente, el patriotismo en su variante más ligera y -relativamente- inofensiva: la deportiva.

No me refiero tanto al patriotismo deportivo oficial o institucional. Ese que convirtió a Jarmila Kratochvílová en un extraño ser humano capaz de conseguir una marca que nadie ha podido romper en 33 años; o el que sometía -y me temo que en algunos lugares aún somete- a niñas gimnastas a diversos tipos de torturas para que hagan cosas inverosímiles sobre una barra de equilibrios. No, no me refiero a la legitimación política que todas las dictaduras y algunas democracias persiguen en las victorias de sus deportistas.

Mi extrañeza surge del patriotismo doméstico, de ese orgullo patrio que nos invade sentados en un sillón ante la tele con una cervecita en la mano.

Mi extrañeza surge del patriotismo doméstico, de ese orgullo patrio que nos invade sentados en un sillón ante la tele con una cervecita en la mano. Porque es raro. ¿Qué mecanismo mental me puede llevar a desear vehementemente la victoria de alguien al que no conozco, cuya vida no se parece en nada a la mía y que vive -en ocasiones para pagar menos impuestos- en otro país a miles de kilómetros del mío? ¿Por qué extraño proceso empático apoyo a un hombre o una mujer que hace apenas unos meses tenía pasaporte de un Estado más o menos exótico, y al que sólo la suerte y nuestra selectiva política ante los inmigrantes ha convertido en mi compatriota? ¿Sentirán lo mismo los suecos o daneses con las victorias de sus nuevos compatriotas de cuerpos menudos y piel oscura? ¿Vibrarán los cataríes ante las hazañas de la legión extranjera de sus deportistas nacionalizados a golpe de talonario?

No sé, a mí me inquieta todo esto porque me veo vulnerable. Si con tan poca cosa consiguen que salte del sofá y pegue alaridos histéricos, ¿qué no podrán hacer con mis veleidosas pasiones si recurren a argumentos más elaborados? Recuerdo al doctor Johnson y su lapidaria afirmación de que el patriotismo es el último refugio de un canalla. Y constato que, como aclaró su fiel Boswell, el gran erudito inglés no se refería al generoso amor por nuestro país sino al de los que se sirven de él para manipularnos en su propio provecho. Y, en mitad de la celebración por nuestra gran victoria en tiro con arco, se me aparece el dedo acusador del bueno de don Samuel.