Mohamed VI, un rey que aparenta lo que no es

Mohamed VI, un rey que aparenta lo que no es

El rey Mohamed VI junto al todavía presidente francés François Hollande durante una visita a Francia este mes de mayoEFE

Marruecos es el país que recibe más turistas internacionales de toda África. El patrimonio de ciudades como Marrakech y Fez, las playas de Tánger y Agadir o las dunas del desierto hacen las delicias de franceses, españoles o británicos, entre otros. Suelen llegar en ferry desde la orilla norte del Estrecho o bien a través de los principales aeropuertos en un vuelo chárter. La seguridad no es un problema: desde el 11 de septiembre de 2001, solo ha habido que lamentar dos atentados, lo que hace del país un destino más seguro que muchas naciones de Europa occidental y del mundo árabe. Todo ello convierte al Finisterre magrebí en una aventura exótica a solo un paso de casa para muchos occidentales.

Construyendo la estabilidad

La crisis económica de 2008 desestabilizó medio mundo. Pero algo aún más disruptivo esperaba su momento en Marruecos: la Primavera Árabe, que barrió la región desde finales de 2010. Túnez, Libia, Egipto, Siria, Yemen, Baréin... se sumieron en el caos, y el reino alauí vio protestas de enormes dimensiones en todas sus grandes urbes. Sin embargo, el rey supo conducir al '20 de febrero' — nombre local del movimiento democratizador— hacia su propio fin, y el 9 de marzo de 2011 Mohammed VI anunció la creación de una nueva Constitución.

Si los manifestantes de la primavera marroquí habían sido tratados con relativo respeto por las fuerzas del orden durante los primeros meses de 2011, pronto se demostró que esta consideración obedecía a motivos tácticos y de imagen más que a un compromiso con los derechos humanos. En mayo, cuando la nueva Constitución estaba a punto de ser presentada, se vivió una primera oleada de represión violenta. Un mes después, durante la campaña electoral anterior al referéndum constitucional, las manifestaciones volvieron a tolerarse. Con una diferencia, eso sí: ahora, los miembros del movimiento '20 de febrero' debían compartir el espacio público con los llamados baltajia, contramanifestantes a favor de la Constitución pagados por el Gobierno. Se daba una impresión de falso debate a la par que la práctica totalidad de los partidos políticos —bajo la influencia real— demonizaban al movimiento.

El referéndum constitucional dio la victoria al 'sí', aunque hace falta puntualizar que, para votar, era necesario registrarse en un censo. En un país aún rural y con un enorme analfabetismo, esto dio lugar a que la base electoral potencial fuera muy inferior al número de marroquíes en edad de voto. En segundo lugar, el proceso sufrió un boicot por parte de muchos —entre ellos, los manifestantes—, que, en lo que consideraron una ausencia de las condiciones adecuadas para la consulta, se abstuvieron. Los jóvenes del '20 de febrero' y la monarquía terminaron así un juego de suma cero: el rey consiguió mantenerse en el poder, pero tuvo que hacer concesiones; mientras tanto, el movimiento reformista, en su esfuerzo para lograr reformas, desapareció de la política marroquí como una pastilla efervescente.

Hay una estructura estatal de apariencia democrática y occidental que no tiene sino un carácter ornamental, como una falsa puerta de armario con tiradores lacados.

El 'majzén' y la cosmética del poder

Hoy, el día a día la vida política marroquí sigue más o menos como siempre. Hay una estructura estatal de apariencia democrática y occidental que no tiene sino un carácter ornamental, como una falsa puerta de armario con tiradores lacados. De cara al exterior, resulta de un valor incalculable: permite al país ser amigo de Occidente y confundir a muchos periodistas poco avezados, que se pierden en los entresijos de un esqueleto vacío. El rey sigue estando por encima de él, ya que puede disolver las dos cámaras legislativas, preside el Consejo de Ministros, nombra al jefe de Gobierno...

Detrás se encuentra la verdadera rueda de poder, lo que los nacionales conocen como majzén. Es la estructura real de poder nacional, absolutamente controlada por el palacio y una serie de familias que aúnan a la vez los poderes económico, político y mediático. Su legitimidad no emana de las urnas, sino de la condición de jerife —'descendiente de Mahoma'— de la familia real alauí y el título de "comandante de los creyentes" del monarca, en un país en el que, hasta hace muy poco, abandonar el islam estaba castigado con la pena de muerte. La estructura oculta del majzén hace de Marruecos un país en el que un consejero real no oficial tiene un poder similar a un ministro y que, por tanto, solo podemos entender desde la sociología política, y no desde el análisis de la práctica constitucional.

Por si las fotos e historias de los turistas a la vuelta de sus vacaciones no fueran suficiente activo para la imagen internacional del país, Marruecos cuenta con una potente maquinaria de relaciones públicas, que el rey Mohammed VI sabe perfectamente cómo alimentar. Tras la entrada del país en la Unión Africana, después de 33 años fuera en protesta por la presencia en este foro del Sáhara Occidental, el país se ha volcado con el continente. Rabat ha acogido entre el 28 de marzo y el 28 de abril el evento "Afrique en capitale", que consistió en 36 eventos culturales organizados en 18 lugares de la ciudad: conciertos, exposiciones, arte callejero, talleres, conferencias..., todo para hilar fino en una intervención magistral de diplomacia cultural.

El vínculo entre la cultura y la política es tan profundo que hasta la música popular apoya la agenda real. La canción MaMa Africa 2017, una colaboración entre una artista marroquí y un cantante togolés, celebra la vuelta de Marruecos a "su casa": la Unión Africana. Eso sí, entre frases que exaltan la fraternidad africana, la artista deja claro a voz en cuello que "el Sáhara es marroquí".