Dos razones y una misión

Dos razones y una misión

Desde hace casi dos meses tengo en un nuevo libro en la calle, Misión Olvido. Desde hace casi dos meses también, ando hablando de ese libro por mil sitios. Hay quien, con sus mejores intenciones, me aconseja que me minimice mis esfuerzos; que huya de la vorágine.

Desde hace casi dos meses tengo en un nuevo libro en la calle, Misión Olvido. Algo más de quinientas páginas y otras tantas ilusiones agazapadas entre sus puntos y sus comas; ilusiones mías, y de muchos más. Desde hace casi dos meses también, ando hablando de ese libro por mil sitios. Cuando termine esta etapa intensa de promoción quizá haga un recuento de los aviones y trenes que he cogido, las distintas camas en las que he dormido, las manos que he estrechado y los micrófonos frente a los que he hablado. El montante, sin duda, resultará altísimo. Me sobrevolará entonces la pregunta, ¿de verdad ha valido la pena? La respuesta, anticipo, será sí.

A menudo me preguntan qué necesidad tengo de acompañar a esta novela en su recorrido cuando ya viene arropada por un potente empuje promocional. Qué necesidad de darme madrugones, pasar días enteros fuera de casa, maquillarme, sonreír, saludar, cenar con desconocidos y repetir la misma historia una y otra y otra vez. Hay quien, con sus mejores intenciones, me aconseja que me minimice mis esfuerzos; que huya de la vorágine, dedique mi tiempo a ir tramando nuevas historias y me entere de la marcha de la criatura recién parida cuando mi editora me sople por teléfono los datos semanales de Nielsen, ese mecanismo de recuento de ventas que es como la prueba del algodón. Hay quien me recomienda también que seleccione al máximo medios y escenarios: tres o cuatro plazas fuertes y a descansar. No son malas sugerencias, seguramente. Quizá, si sigo escribiendo, algún día opte por hacerles caso. Pero hoy por hoy, para este libro y en este momento de mi vida, he preferido que mi novela y yo vayamos hombro con hombro durante unos cuantos meses.

¿Por qué he decidido llevar esta vida de turronero de feria, me preguntan constantemente? ¿Se trata de una obligación editorial, lo tengo estipulado en mi contrato? ¿Creo que así voy a elevar drásticamente las ventas? ¿O tengo un desaforo exhibicionista que me empele a mostrarme en público cuanto más, mejor?

 

María Dueñas en la presentación de su libro en Madrid, el pasado 13 de septiembre. Foto: GTRES.

Las respuestas a estas tres preguntas son negativas; la verdad es muy distinta y tiene que ver con dos planteamientos muy simples. El primero fluye entre lo investigador y lo personal: quiero tomar el pulso a los lectores. Puro trabajo de campo, pura etnografía. Quiero enterarme por ellos mismos de sus opiniones, percibir cómo respiran ante mi libro, saber si su ritmo les ha mecido, si un pasaje les ha hecho llorar o reír, si les he robado unas horas de sueño, les he enternecido con tal o cual escena o esa reflexión que he puesto en alguna boca les ha dado que pensar. Quiero ver sus caras cuando hablo frente a ellos desde un escenario, comprobar si asienten o gesticulan, percibir cómo responden. Quizá sea deformación profesional pero, como todos los que nos hemos curtido frente a aulas superpobladas, me resulta fácil hilvanar un discurso fluido a la vez que tomo la temperatura de la audiencia, cuadriculo la sala con la mirada y observo a los asistentes reaccionar. Después firmo sus libros, les saludo individualmente, a menudo nos hacemos una foto. Y así constato, ficho, ratifico, recompongo criterios y reajusto presuposiciones. Y aprendo. Mucho, muchísimo.

El segundo motivo por el que he decidido arrastrar una maleta a lo largo de este otoño en vez de instalarme cómodamente en mi sofá, tiene que ver con un sentimiento tan simple como la gratitud. Los lectores quieren que los autores nos acerquemos a ellos: que les contemos con naturalidad y cercanía qué hay tras las páginas que han leído o van a leer. Que les hablemos de nuestros chispazos, de nuestras manías y querencias, de inspiraciones y referentes, de hábitos, gustos, fobias y amores. Ansían que compartamos detalles de los montajes de nuestras narraciones y les hagamos, en definitiva, cómplices de nuestro proceso creador. El hecho de que les seamos accesibles entre la hora de la merienda y de la cena en su propio pueblo o ciudad es un gesto mínimo de reconocimiento hacia aquellos que han apostado por nuestras novelas y que son, en definitiva, los que van a decidir su destino.