A mí me huele a vino

A mí me huele a vino

Lo que en general se lee sobre los aromas del vino es una cursilada. Se lo digo así sin anestesia, sabedor de que, posiblemente, muchos colegas que escriben sobre vino me retirarán el saludo, pero en efecto es así. Aun diré más, la gran mayoría de las notas de cata que se van a encontrar en etiquetas de vino, revistas o guías son perfectamente inútiles para el consumidor.

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Foto: ISTOCK

Lo que en general se lee sobre los aromas del vino es una cursilada. Se lo digo así sin anestesia, sabedor de que, posiblemente, muchos colegas que escriben sobre vino me retirarán el saludo, pero en efecto es así. Aun diré más, la gran mayoría de las notas de cata que se van a encontrar en etiquetas de vino, revistas o guías son perfectamente inútiles para el consumidor. Y se lo dice alguien que, haciendo una autocrítica casi suicida, ha publicado unas cuantas.

¿Qué me conduce a afirmar esto? Pues miren, la firme convicción de que aparte de los cuatro chalados que practicamos la cata como inquietud, a nadie le importan. Es más, creo que incluso pueden constituir un elemento que distancie a la gente del vino, y ocurre cuando tras una pomposa nota de cata en la que confluyen las ciruelas de California, el café torrefacto y la vainilla de Madagascar, el recién llegado huye estupefacto al darse cuenta de que él solo huele a vino.

"Pues a mí sólo me huele a vino". ¿Les suena? ¿Es necesario ahuyentar con esto al personal que únicamente quiere disfrutar de un buen vino en una comida?. Rotundamente no. Igual que no lo es cuando regamos una rebanada de pan con el mejor aceite de oliva para disfrutarlo.

Por si esto no fuera suficiente, el lenguaje de la cata ha sido enriquecido en los últimos años con una colección de horteradas, generalmente traídas por la necesidad de distinguirse de quien las canta, que poco valor aportan, como el "roble cremoso" tan frecuente en las notas de la Guía Peñín (jamás he olido un "roble cremoso"), hasta excentricidades como la del catador (con el que no me gustaría cruzarme en un callejón oscuro) que afirmaba encontrar en un vino aromas de sangre de doncella.... ¡Así quién no va a huir!.

Más allá de todo esto, y en un círculo más reducido de gente que de verdad ama el vino, el lenguaje de cata tiene un sentido: la posibilidad de poder hablar, comunicar y compartir sensaciones sobre algo que, en principio, es una sensación y, por tanto, algo subjetivo. Se trata de un análisis sensorial, minoritario, insisto, y prescindible para disfrutar del vino, aunque permite ir mucho más allá, al abrir al catador la maravillosa puerta que, sin vuelta atrás, permite percibir lo más emocionante que un vino transmite, el lugar de donde procede. Esto tiene una explicación con la que intentaré, a través de este texto, reconciliar a expertos y aficionados.

Y si es algo emocionante ¿por qué es necesariamente minoritario? Pues miren, porque el olfato (¡con mucha mayor implicación que el gusto en la cata!) es un sentido en desuso. Hace unos cuantos miles de años seguramente era fundamental en la supervivencia como especie, de la misma forma que aún lo es para muchos animales, tanto para detectar a la manada como para cazar o para evitar un área en la que existe otro macho dominante.

Somos una especie supuestamente inteligente que, al carecer de instinto animal, necesita ejercitar sus sentidos para desarrollarlos.

Pero el ser humano del siglo XX basa, no ya la supervivencia, sino la evolución de su especie, en lo visual y (cada vez menos) en lo táctil. Somos una especie supuestamente inteligente que, al carecer de instinto animal, necesita ejercitar sus sentidos para desarrollarlos. No tenemos un atavismo congénito que nos permita reconocer el olor del fuego, de la presa, del celo o de la putrefacción. Por ello, para reconocer un aroma debemos haberlo experimentado y archivado correctamente en nuestra memoria. Pero cuando un buen día dejamos de oler las cosas por necesidad, esta habilidad fue desapareciendo.

Quiero decir con esto que, físicamente, tenemos el mismo olfato que el hombre de Atapuerca que se refugiaba al percibir el olor de la tormenta. Sin embargo, carecemos normalmente del archivo mental que nos permite distinguir los aromas existentes en un objeto cuando no lo visualizamos. Y si no me creen, hagan una prueba: corten cuatro o cinco frutas diferentes y déjenselas oler a un grupo de personas a ciegas. Verán que no es fácil, pero también se darán cuenta de que la percepción del aroma es clara, y que lo difícil es identificar la fruta sin verla. Esto mismo pasa con los aromas del vino.

Les aseguro que en una cata, la percepción de un novato es la misma que la de un catador experto. La diferencia se encuentra en el enorme archivo de aromas que, por propia inquietud, este último tiene en su memoria. Lo que nos lleva a una segunda cuestión, que el vino puede oler a prácticamente cualquier fruta ¡excepto a uva! (salvo en el caso de los elaborados con variedad moscatel, que sí llevan el aroma de esa variedad).

Conclusión de todo esto: la descripción de los aromas no es necesaria para disfrutar del vino, así que no se compliquen la vida.

Peeeero, si se quieren buscar esos aromas, como en toda habilidad, sólo hace falta entrenamiento, y no sólo con el vino. Si esto les interesa, traten de oler todo lo que pase por sus manos, el pan recién horneado, la tierra, la hierba, las manzanas, la miel, el bosque cuando ha llovido... e intenten de recordarlo. No es difícil, y les sorprenderá cuando encuentren estos aromas en el vino. Además, les aseguro que su vida será un poco más intensa.