Su nombre era Josefa, pero la llamaban Pepita

Su nombre era Josefa, pero la llamaban Pepita

Pepita.Matías Valiente

Durante la noche del 30 al 31 de diciembre, Pepita murió sola en su cama de una hemorragia en la arteria ilíaca como consecuencia de un cáncer de la vulva, fácil de aniquilar, en un principio, pero que había sido diagnosticado demasiado tarde. Según cuentan quienes la vieron por la mañana tras la ruptura de ventana de los bomberos, le dio tan solo tiempo de agarrar una toalla para tratar de detener el flujo de la sangre que terminaría abandonando fatalmente su cuerpo. Pepita tenía tan solo 65 años, era dinámica y fuerte por lo que aparentaba ser más joven. Era mi madre.

Había nacido un día de mayo de 1953 en Coy, un lugar extremadamente aislado del término municipal de Lorca, en la actual Región de Murcia. Durante aquellos tiempos anteriores a la dictablanda, las Pedanías Altas de Lorca no conocían el agua potable en el hogar, el asfalto o la iluminación en las calles. Por si fuese poco, Pepita tuvo que ser mujer en un entorno regido por y para los hombres. Con gran frecuencia, si una niña recibía una instrucción, era para prepararla a ser una futura ama de casa. Habida cuenta del contexto, se entiende la configuración de la ola de emigración hacia Francia sin precedentes que se fraguó en esas tierras remotas del interior de la comarca del Guadalentín que abarcó la totalidad de la década de los 1960 y parte de los 1970. En una entrevista para mi TFM hace unos años, le pregunté a Pepita el año exacto de su afincamiento en el sudeste de Francia y me contestó que fue en el momento de la repatriación de los pieds-noirs (ciudadanos de origen francés residentes en Argelia durante la época colonial) cuando Argelia logró su independencia. 1962 fue mi deducción.

Lo menos que se puede decir es que Pepita tuvo una vida dura. Trabajó muy joven en numerosas explotaciones agrícolas de los alrededores de Nimes. Posteriormente, acompañó a numerosos ancianos al final de sus vidas y también se dedicó a tareas de limpieza en comercios. Era fuerte, generosa y humilde. Por ello, no resultó sorprendente que, en su misa fúnebre, la iglesia de Bellegarde, municipio situado en las puertas de la Camarga entre Nimes y Arlés, estuviese más llena que de costumbre. Muchos de los allí presentes la querían y habían recibido ayuda de Pepita en alguna ocasión. En las últimas semanas de su vida, que coincidieron con un segundo tratamiento, a base de quimioterapia esa vez, se había aislado, su sonrisa era menos frecuente y sus cabellos escasos. Aunque llevase años separada de su marido, Pepita siguió siendo "Valiente" de apellido, el cual había adquirido mediante matrimonio según el uso francés. Valiente había sido toda su vida educando sola a sus dos hijos dado que el esposo había dimitido de su función de genitor sustentador. Independientemente de que desconociese el término, considero a Pepita feminista. Ella siempre trabajó duro para que jamás les faltase nada a sus hijos. Cuando realicé mi primer erasmus en Santiago de Compostela y me instalé en Murcia a continuación, ella jamás dejó de apoyarme económicamente. Perdí unos 20 kilos durante aquellos dos años, pero el alquiler siempre se pagó gracias a Pepita. Era mi madre.

El cáncer es una maldita porquería y se ha llevado a Pepita por su miedo a los ginecólogos y por un médico inepto e inhumano.

Cuando se diagnosticó el pasado verano el cáncer que, posiblemente, Pepita llevaba arrastrando un año, varios ganglios habían alcanzado un tamaño monumental. Los había externos, que supuraban, y los había internos. Concretamente, uno de esos ganglios ejercía presión contra la arteria ilíaca en la ingle. Fue esa espada de Damocles, que se había resistido a un primer tratamiento de radioterapia, que había resultado en semanas de agonía y comprimidos y parches de morfina, que le arrebató a Pepita el derecho de darse el gusto de probar una jubilación a punto de caer y una vida ociosa en compañía de sus dos nietos a quienes quería más que a nadie. Durante la agonía y cuando iba al baño, se dirigía en voz alta a su padre y a su madre entre sollozos. Pocos lo saben pues quería ser digna ante todo y ante todos. Yo estaba allí y la oía. Era mi madre.

El día del desenlace fatal, mi único hermano, que reside a 15 km de su madre, la estuvo velando de día durante horas en su cama. No lo hizo por placer o excentricidad, sino porque el médico de cabecera, el mismo que había sido negligente por mandarle durante meses y meses antibióticos a mi madre en lugar de obligarla a acudir a un ginecólogo, el mismo que se reía de ella delante de otros pacientes al verla caminar con molestia, no quería ir para establecer el certificado de defunción. Es más, tras varias llamadas infructíferas a los bomberos y al SAMUR, mi hermano llegó a plantearse colocar el cuerpo sin vida de su madre en su coche con el único fin de llevarlo al hospital para obtener el certificado. Afortunadamente, el cínico se sintió finalmente presionado por la gendarmerie, a la que mi hermano había acudido desesperadamente y consintió desplazarse. Su consulta está a tres minutos a pie del domicilio donde había acaecido el drama. Habían pasado horas y al bendito médico de cabecera no se le ocurrió idea más brillante que lanzar en francés un "¡Coño! Se ha desangrado como una liebre". El segundo y último motivo que explica la marcha de Pepita de este mundo demasiado pronto radica en el carácter profundamente conservador de la educación que había recibido como niña nacida en el sudeste rural de la España de los años 1950. Eso influyó en un pudor y una vergüenza a prueba de fuego que la mantuvieron alejada de toda consulta ginecológica hasta que, hablando ya desde la perspectiva, fue demasiado tarde.

Ella siempre fue anónima y ojalá este texto que la saca del anonimato salve unas cuantas vidas.

El cáncer, independientemente de su grado de cura o de mortandad cuando es detectado a tiempo es una maldita porquería y se ha llevado a Pepita por su miedo a los ginecólogos y por un médico inepto e inhumano, tal vez, reflejo de una sociedad occidental cada vez más pobre en humanidad y rica en material. Dicho esto, es probable que quien lea este texto tenga a una madre o a una abuela que no es asidua de cara a las mamografías o las consultas en ginecología. Depende de cada uno de nosotros acabar con tapujos de otros tiempos que, al cabo, han llevado a muchos seres queridos a la muerte. En los últimos meses, cuando le recordaba que se lo había dicho muchas veces a lo largo de los años, Pepita reconoció que debió haberse hecho revisiones. Ella siempre fue anónima y ojalá este texto que la saca del anonimato salve unas cuantas vidas.

Su nombre era Josefa, pero la llamaban Pepita. Sabedlo.

Síguenos también en el Facebook de El HuffPost Blogs