De nuevo el mito de la "revolución digital"

De nuevo el mito de la "revolución digital"

Existe una fe, casi religiosa, en que Internet y las redes sociales son instrumentos democratizadores, y que por tanto son temidos por los regímenes totalitarios o las dictaduras como la siria. Este mito es el que hace que se presente una serie de revueltas políticas recientes como "revoluciones digitales".

Siria no deja de proporcionar ejemplos de los límites de la información y de como nuestros pre-conceptos e intuiciones dificultan nuestra valoración de hechos políticos complejos. Recientemente analizábamos la facilidad con la que se ha manipulado la información sobre el uso de armas químicas en la guerra civil siria, aquí y aquí (una manipulación que, tras dejar pasar unos días, vuelve a la carga con los mismos argumentos insustanciales). Esta semana le ha tocado el turno al que es sin duda el mito mediático más importante de los últimos años: el de la capacidad de Internet, y en particular de las redes sociales, para amenazar seriamente a los regímenes totalitarios.

El pasado miércoles 8 de mayo Internet dejó de funcionar en Siria repentinamente. De manera refleja, se interpretó sin más como un intento deliberado del régimen de silenciar a los activistas digitales. Tan sólo la BBC matuvo una minúscula reserva de cautela al recordar (enterrado en el sexto párrafo del cuerpo de la información) que no había la más mínima indicación de que se tratase de otra cosa que de un fallo técnico. Cuando, muy poco después, un portavoz del Gobierno sirio aseguró que el fallo se estaba reparando ya, la red y los medios, por supuesto, no le dieron la más mínima credibibilidad. Ni siquiera cuando, pocas horas después, el sistema volvió a funcionar con normalidad.

En vez de con una rectificación, los medios respondieron con suspicacias más elaboradas. El corte de unas pocas horas pasó a explicarse ahora alegando que "en el pasado" el régimen había desconectado Internet sólo durante el tiempo necesario para cometer una masacre. No se facilitaba ningún ejemplo concreto del pasado, ni se explicaba por qué el régimen no había cortado también la telefonía móvil (contrariamente a las informaciones que se publicaron), ni qué importancia podría tener el funcionamiento o no de Internet durante una masacre. Aparentemente, tampoco suscitó ninguna duda el que en este caso, de hecho, no se hubiese producido ninguna masacre en ese intervalo de tiempo (el único incidente fue el secuestro de varios cascos azules... por los rebeldes).

Tan sólo alguna voz solitaria, como la del sitio especializado en el estudio de las vulnerabilidades de la red, renesys, se limitó a constatar lo que debería ser obvio:

"Todo el mundo en la Twitteresfera parece compartir la misma extraña falta de perspectiva acerca de estos sucesos. En medio del caos y la tragedia de la guerra civil, ¿cómo puede sorprenderse nadie de que Internet deje de funcionar? ¿No es en realidad más asombroso y digno de comentario que Internet fucione razonablemente bien en Siria los 360 días del año?"

Aquí hay algo más que la (lógica) demonización del régimen sirio: la fe, casi religiosa, en que Internet y las redes sociales son, inherentemente, instrumentos democratizadores, y que por tanto son temidos por los regímenes totalitarios o las dictaduras como la siria. Este mito es el que hace que se presente machaconamente, pero sin pruebas objetivas, una serie de revueltas políticas recientes como "revoluciones digitales" y que se sigan buscando pacientemente señales de nuevos ejemplos de dictaduras o regímenes amenazados por la nueva cultura de la red.

¿No ha habido, entonces, "revoluciones Twitter"? Una cosa son las intuiciones y otras los datos. En la primera revuelta que recibió este nombre, Moldavia en 2009, se sabe ahora que había no más de setenta usuarios registrados de Twitter. En la de Irán de ese mismo año (la fracasada protesta postelectoral), menos de 9.000. Como sentenció el activista iraní Mehdi Yahyanejad, la mayor parte de los supuestos tuiteros iraníes no eran más que "norteamericanos tuiteántose entre sí". Lo mismo sucedió, aparentemente, en Túnez, donde no existían más de setecientas cuentas activas durante la revolución, o en Egipto, donde las cuentas de Twitter, unas pocas miles, no pueden haber tenido un impacto sustancial en un país de más de ochenta millones de personas.

Wilson y Dunn, que hicieron un completo estudio de campo sobre la cuestión, llegaron a la conclusión de que el papel de Internet y Twitter en la revolución había sido mínimo o inexistente, y que la mayor parte de los activistas egipcios (un 90%) citaba como herramientas principales de movilización la televisión satélite, el teléfono y, sobre todo, el boca a boca de toda la vida (apenas un 15% mencionó Internet).

Incluso la idea, más moderada, de que Twitter sirvió al menos para "sacar información alternativa" de estos países, requiere muchos matices. La mayor parte del material online de esas revoluciones eran simples retuits y enlaces que remitían a noticias publicadas por la prensa tradicional (sobre todo, el ubicuo enlace a reportajes de la cadena Aljazeera). La poca información original transmitida de ese modo (fotografías, vídeos, algún dato concreto) tuvo un cierto valor de impacto pero poco valor informativo. En el caso de Siria, donde la revolución se ha transformado en una larga guerra, Internet es aún menos utilizable ante la creciente cantidad de intoxicaciones y falsificaciones. Los opositores usan Internet, sin duda, pero es dudoso que sea, como se repite tantas veces, un arma importante. Los rebeldes han contado desde el inicio con las simpatías de la prensa occidental y la decisión de intervenir militarmente en su ayuda no depende de la opinión pública sino de un cálculo geoestratégico.

Pero es que además esta creencia ingenua en el carácter democratizador de la Red hace que nos olvidemos de otra realidad importante: la de que las dictaduras también utilizan Internet, y en muchas ocasiones lo hace mejor que los que se oponen a ellas. Y eso no sólo porque Facebook y Twitter, con sus torrentes de nombres e información privada, sean un tesoro para la policía de los regímenes totalitarios. Como recuerda el especialista Evgeni Morozov, cuando se habla del florecer de un nutrido movimiento de bloggers en China, Irán o Arabia Saudí, raramente se explica a la gente que la inmensa mayoría de ellos son pro-régimen. Esto sucede también en Siria, donde opera el pro-gubernamental Ejército Electrónico Sirio (SEA), probablemente más activo (y sin duda más eficaz en sus cyberataques) que los grupos de oposición. Después de todo, la clase media siria, la que más usa Internet, es uno de los pilares del régimen, mientras que los bastiones rebeldes son fundamentalmente rurales.

La pregunta interesante es por qué necesitamos creer lo contrario, por qué necesitamos investir una simple tecnología de semejantes poderes salvíficos, casi religiosos. La respuesta es que es una constante histórica. Se ha hecho con todas las tecnologías. Del telégrafo se esperaba que trajese la paz mundial, del teléfono que permitiese la democracia directa (sí, se hablaba de hacer referendums telefónicos... en 1930), del avión se creía que acabaría con el nacionalismo (!). El hecho de que esas esperanzas se hayan demostrado falsas, una y otra vez, no nos ha impedido repetir ese acto de fe con Internet. Podría decirse que somos impermeables al desánimo. Desgraciadamente, es más probable otra cosa: que tengamos una tendencia natural a creer en la utopía contra toda evidencia.