Sin Chus, como vaca sin cencerro

Sin Chus, como vaca sin cencerro

La suegra de Carmen Maura en Qué he hecho yo para merecer esto o la madre de Marisa Paredes en La flor de mi secreto podrían ser objeto de todo un análisis de género porque en ellos Almodóvar supo condensar un modelo de mujer, tan de nuestro país, heredero de la oscuridad de la que veníamos y poseedor de tantas virtudes construidas sobre la renuncia. Un modelo de mujer que fue agrietando con sabiduría, y dentro de sus limitaciones, el trono del patriarca.

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Llovía mucho la tarde del lunes en Córdoba. Se detuvo abril. Un día gris, pesado, de esos en los que parece que hasta cuesta mover las piernas y avanzar. Recordaba por las calles húmedas la voz rota de Manolo Tena cuando escuché a Julia Otero dar la noticia. Sentí, y no es exageración, que alguien muy próximo, casi de mi familia, era el que había fallecido. Parece un tópico que a veces repetimos cuando muere alguien famoso, pero en este caso es que yo siempre la había sentido así, aun sin conocerla. La abuela que pensé sería eterna, la mujer de pueblo a la que con tanta facilidad podía reconocer y ponerle tantos nombres, la voz sabia de la experiencia y el humor tierno de quien está de vuelta de todo. Chus, siempre Chus.

Aunque con el tiempo iría descubriendo que el cine de Almodóvar es en general mucho menos moderno de lo que pensaba, y que es un especialista en demostrar cómo tener una mirada femenina no es precisamente equivalente a tener una posición no patriarcal, no puedo negar que sus películas me deslumbraron en su momento. Tuvieron la capacidad de hablarme de cosas que para mí no eran visibles. Me abrieron los ojos a muchas realidades cuando yo empezaba a dejar la adolescencia y no sabía muy bien qué hacer con el rumbo de mis días. Nunca olvidaré el impacto que supuso para mí La ley del deseo, lo mucho que me sobrecogió Qué he hecho yo para merecer esto o cuánto me ayudaron a desmitificar dogmas que yo entonces consideraba sagrados gamberradas como Pepi, Luci, Bom o Entre tinieblas.

Chus Lampreave hizo muchas más películas, pero sin duda yo la recordaré siempre por esos personajes almodovarianos que la hicieron tan próxima, tan parte de mi mundo, como si realmente no fueran de ficción sino un retrato arrancado de mi propio entorno.

Y aunque todas esas películas, y algunas de las que siguieron, tuvieron la capacidad de descubrirme nuevos mundos, lo hacían sin embargo desde el mío, es decir, planteando la posibilidad de otras alternativas desde el mismo lugar en el que yo me situaba. Desde mi tradición, mis raíces y mis dependencias. En esa construcción del relato, que no sé si alguien, supongo que sí, habrá analizado más profundamente, creo que radica lo mejor del cine del manchego. De ahí que también lo peor de su filmografía resida en todo lo que ha supuesto separarse de ese equilibrio tan femenino, ahora sí, entre la evidencia y los sueños, entre el terruño y la gloria. Y ese equilibrio fue posible gracias, entre otras cosas, a actrices como Chus Lampreave, que fueron capaces de, en apenas unos minutos de metraje, sentar cátedra. Es decir, ofrecernos todo un universo, una novela entera, una experiencia cercana que nos permitía empatizar con sus personajes, sentirlos como de la familia y, a través de ellos, reconocernos en una historia que de otra manera habríamos entendido que poco tenía que ver con nosotros mismos.

La suegra de Carmen Maura en Qué he hecho yo para merecer esto o la madre de Marisa Paredes en La flor de mi secreto podrían ser objeto de todo un análisis de género porque en ellos Almodóvar supo condensar un modelo de mujer, tan de nuestro país, heredero de la oscuridad de la que veníamos y poseedor de tantas virtudes construidas sobre la renuncia. Un modelo de mujer que fue agrietando con sabiduría, y dentro de sus limitaciones, el trono del patriarca. Tal y como lo hicieron mis abuelas. Tantas y tantas mujeres de pueblo, vestidas de negro, recluidas en el horizonte de sus cocinas, tan necesitadas de la comunión con la naturaleza. Generosas hasta la exageración. Hacedoras de encajes de bolillos, en lo emocional y en lo patrimonial. Esas magas que Chus encarnaba con el don que solo tienen las grandes actrices: las que no merecen el calificativo de secundarias porque en apenas unos minutos pueden convertirse en las reinas de la función. Solo por esos personajes merecería la pena recordar a la gran actriz que se nos ha ido, aunque tampoco podremos olvidarla como la madre moderna de Matador ni mucho menos como la portera testiga de Jehová de Mujeres al borde de un ataque de nervios.

Chus Lampreave hizo muchas más películas, pero sin duda yo la recordaré siempre por esos personajes almodovarianos que la hicieron tan próxima, tan parte de mi mundo, como si realmente no fueran de ficción sino un retrato arrancado de mi propio entorno. Por todo ello en la tarde del lunes, cuando caminaba por las calles mojadas de mi ciudad y escuché la triste noticia, me paré al sentir como una punzada dentro. La del espectador que se queda huérfano, la del hombre de pueblo que un día perdió a sus abuelas, la del que ahora se siente como "vaca sin cencerro". Y aunque no soy testigo de Jehová, tampoco puedo mentir: estoy muy triste sin Chus.

Este post fue publicado originalmente en el blog del autor