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El Estado, de nuevo en Telefónica

El Estado, de nuevo en Telefónica

"Los radicales que critican esta operación no hacen sino lucir un sectarismo absurdo que está fuera del núcleo central de la opinión pública".

Sede de TelefónicaEuropa Press via Getty Images

En septiembre de 2023, la opinión pública española más consciente se alarmaba ante la noticia de que Arabia Saudita pretendía entrar en el capital de Telefónica. En efecto, la Saudi Telecom Company (STC), hizo público que se proponía adquirir el 9,9% de la empresa española de telecomunicaciones. STC, es un potente motor de transformación digital que presta servicios ICT (radiodifusión y televisión, telefonía y comunicaciones de banda ancha), en Arabia Saudita, en todo Oriente Medio y en gran parte de Europa, con presencia en 11 países y una base de clientes de 170 millones de usuarios. En la bolsa de valores nacional de Arabia Saudita, su capitalización bursátil es de más de 49.000 millones de euros. El Estado saudí posee el 64% de su capital a través de su Fondo de Inversión Pública, que se reparte la propiedad con Uber, Electronic Arts y Lucid Motors.

La operadora española, que fue monopolio en la etapa autocrática, comenzó a ser privatizada por Felipe González y fue traspasada completamente al sector privado por Aznar en febrero de 1997. Y ahora, tras una vida relativamente lánguida a la cabeza de las operadoras españolas, es lógico que acepte fortalecerse internacionalmente para recobrar impulso en el interior y en los mercados internacionales. Como es conocido, estos mercados viajan a lomos de la innovación tecnológica, de la digitalización y, en definitiva, de la modernización. Y en esta pugna hay muchos intereses en juego.

La internacionalización subsiguiente al ingreso en el accionariado de STC es evidentemente beneficiosa para la compañía, que ha perdido valor en los últimos tiempos pese a que ya tiene intereses comerciales en medio mundo (en más de veinte países de Europa y América). Pero es muy lógico que el Estado español se reserve como garantía el control de la empresa, a través de la Sociedad de Participaciones Industriales (SEPI), con un 10% de las acciones, que actuará solidariamente con las de otras entidades españolas: Caixabank y Criteria Caixa controlan el 9,9%, el BBVA el 4,93% y la sociedad de inversión multinacional BlackRock, el 4,66%. Algo más del 60% se encuentra en bolsa.

Pero como en este país se politiza desmesuradamente todo, la entrada de la SEPI en Telefónica ha encontrado detractores, que afirman que el gobierno ha querido “intervenir” la multinacional en su propio provecho y para ejercer su propio control. Quien conozca medianamente el funcionamiento de las multinacionales sabrá que tal afirmación es un disparate propio de indocumentados. Lo que ocurre es que los Estados quieren, legítimamente, controlar la evolución de sus empresas estratégicas que garantizan la prestación de los servicios esenciales y contribuyen a la seguridad del país.

Hay infinidad de ejemplos en nuestro mundo capitalista de intervenciones del Estado en sectores económicos delicados por su peculiaridad o sensibilidad especial. El caso de Francia es paradigmático: como se sabe, a pesar de que Francia es uno de los países vertebrales de la Unión Europea, el sistema eléctrico francés está en manos públicas de Electricité de France SA (EDF), una multinacional de servicios eléctricos propiedad al 100% del Estado francés. EDF gestiona una cartera diversa de más de 120 gigavatios de capacidad de generación en Europa, Sudamérica, Norteamérica, Asia, Oriente Medio y África, y en 2009 fue la primera compañía del mundo en producción eléctrica, manteniéndose todos estos años en los puestos de cabeza.

El caso francés se explica por la peculiaridad de su generación nuclear: la mayor parte de la energía producida es de este origen, y nada indica que, aunque la modernización del parque de medio centenar de nucleares es constante, París vaya a cambiar de criterio. La energía nuclear es polémica pero no afecta negativamente al calentamiento global, argumento que ha obligado a Occidente a aceptar estos hechos consumados.

Quiere decirse, en fin, que nuestros modelos productivos no tienen por qué ser dogmáticamente idénticos ni ajustados a fórmulas preestablecidas. En todos los países desarrollados, lo público está perfectamente legitimado para desempeñar un papel en la economía, siempre que haya que preservar intereses generales que no se pueden postergar ni declinar. Y en nuestro caso, el desarrollo tecnológico del sector de las telecomunicaciones es vital para el progreso del país y resulta absolutamente legítimo que la sociedad civil participe en él a través de sus instituciones.

En definitiva, los radicales que critican esta operación no hacen sino lucir un sectarismo absurdo que está fuera del núcleo central de la opinión pública.