El recorte de jornada, un paso más
"Es innecesario decir que en las últimas cuatro décadas, los incrementos de productividad han sido prodigiosos, pero semejante progreso no se ha plasmado en una recuperación del tiempo privado, personal, de los trabajadores".

El pasado martes, el gobierno remitió al Congreso el anteproyecto de ley para reducir el tiempo de trabajo a 37,5 horas semanales, hacer más estricto el registro horario y garantizar el derecho a la desconexión de los trabajadores fuera de su tiempo tasado de trabajo. El artículo 40.2 de la Constitución Española establece textualmente que “los poderes públicos fomentarán una política que garantice la formación y readaptación profesionales; velarán por la seguridad e higiene en el trabajo y garantizarán el descanso necesario, mediante la limitación de la jornada laboral, las vacaciones periódicas retribuidas y la promoción de centros adecuados.” En otras palabras, corresponde al Estado establecer los límites a la prestación laboral de los ciudadanos, que en España es actualmente de 40 horas semanales.
Tales límites se han convertido en un derecho fundamental, curiosamente establecido de forma imperativa por primera vez en el Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial: en su artículo 427, establece “la adopción de 8 horas al día o 48 horas a la semana dirigida a donde esto no se haya aplicado todavía”. La OIT, en la Conferencia de Washington de aquel mismo año, ratificó la jornada máxima de 48 horas semanales… que curiosamente era confirmada por la Unión Europea casi un siglo después: la directiva europea de 2003 de organización del tiempo de trabajo indica que los trabajadores de la Unión Europea no pueden ser obligados a trabajar durante más de 48 horas por semana, debiendo tener al menos 11 horas de descanso consecutivo cada 24 horas, y que si el horario de trabajo supera las seis horas el trabajador tendrá derecho a un descanso cuyas duración y características determinarán los acuerdos y Convenios Colectivos, o la legislación nacional. Semanalmente, tendrá al menos 24 horas (un día) de descanso ininterrumpido. Todos tendrán un descanso anual de cuatro semanas. Y la jornada diaria de trabajo no excederá las ocho horas, incluidas las horas extraordinarias.
En España, la duración del tiempo de trabajo está establecida en el Estatuto de los Trabajadores (ley 8/1980, de 10 de marzo) que dispone que la jornada legal máxima no podrá ser superior a las 40 horas semanales de trabajo efectivo de promedio en cómputo anual así como que el límite diario no podrá ser superior a 8 horas de trabajo efectivo. Por convenio colectivo se puede modificar este límite diario, siempre que se respete el tiempo de descanso entre jornadas. Hace, pues, más de 40 años que esta importante variable laboral no ha sido modificada. Y puede decirse que en la práctica el único avance real de Occidente desde el siglo XIX hasta hoy día ha sido el paso de la semana de seis días laborables a cinco, esto es, de 48 horas semanales a 40.
Es innecesario decir que en las últimas cuatro décadas, y desde luego en el último siglo, los incrementos de productividad han sido prodigiosos, pero semejante progreso no se ha plasmado en una recuperación del tiempo privado, personal, de los trabajadores, como si estuviéramos frente a una especie de maldición bíblica -en algunas religiones cristianas esta es una realidad: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”- que nos condena a todos a cumplir la pena correspondiente a un mítico pecado original. La laboriosidad enfermiza de varias confesiones protestantes tiene sin duda este origen místico.
El mundo está atravesando en las últimas décadas el mayor salto tecnológico de la historia. La aceleración de las innovaciones ha sido geométrica y para comprobarlo basta comparar los modos de vida actuales con los de hace unas décadas. Desde las innovadoras cadenas de montaje a las actuales formas de fabricación ha habido saltos cualitativos casi inconmensurables. Y todo esto sugiere la conveniencia, siquiera subjetiva, de “premiar” a ser humano, protagonista de esta gran proeza colectiva, con una retribución en especie, y concretamente con más tiempo para realizarse personalmente, para disfrutar de su vida familiar y privada, para gozar de más posibilidades de ocio y de autocomplacencia.
La mayoría de los economistas piensa que las modernas tecnologías, y en concreto los distintos desarrollos de la inteligencia artificial, suplirán al hombre en innumerables tareas, de forma que el trabajo existente será escaso y habrá de ser distribuido entre los trabajadores, que tendrán asegurada su supervivencia mediante un salario básico universal suficiente e incondicional. Habrá que ver si se cumplen estos presagios o si, una vez mas, las utopías se frustran, pero es difícil desatender hoy, en este marco de juego, las legítimas demandas de unos representantes laborales y de unos partidos progresistas que exigen un alivio, que tampoco es exagerado, al peso de la carga laboral.
Se entiende que determinados negocios -el del trabajador autónomo que trabaja entre estrechos límites, por ejemplo- podrían verse arruinados por la rebaja súbita de la jornada laboral, y para ellos habrá que tomar determinaciones excepcionales. Pero parece evidente que, en la Unión Europea en general y en España en particular, el sistema económico en su conjunto es perfectamente capaz de encajar esta merma sin romperse ni debilitarse de forma inadecuada. Es lógico, pues, que se tomen las cautelas debidas para mitigar el impacto de la reforma, pero no tiene sentido que las organizaciones empresariales y los partidos conservadores se nieguen a favorecer en esa legítima demanda a la clase trabajadora, que va por cierto muy retrasada en el capitulo de las conquistas sociales.