La mujer del abrigo rojo

La mujer del abrigo rojo

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La mujer del abrigo rojo vende su cuerpo por dinero. Hace frío. Llueve. Sus pasos se dirigen a la confortable y lujosa casa de un cliente adinerado. El sonido que producen sus altos tacones en las baldosas del jardín es el único que rompe el silencio de la noche. La mujer ya está dentro de la casa. Se quita el abrigo rojo y se queda medio desnuda. Conserva un cuerpo bonito, a pesar de que ya no tiene veinte años, ni treinta. Comienza la función, La puta de las mil noches, escrita por Juana Escabias y dirigida por Juan Estelrich, que combina con acierto y encanto el lenguaje audiovisual y el lenguaje teatral. La ambición de la mujer por el dinero, el perverso perfil del cliente. Esa noche habrá algo más que sexo rápido por un puñado de billetes. Cuantas más confidencias, más dinero. Es el trato. El cliente paga y exige. Se muestra cruel y despiadado. La mujer acepta. Y así se va desenmascarando un juego que cada vez se va volviendo más salvaje. No hay piedad por parte del hombre. La mujer se deja llevar, tratando de ocultar su miedo. El peligro forma parte de ese juego. La tensión crece al tiempo que lo hacen las confidencias, al tiempo que aumentan los billetes que se pagan por ellas. Dinero tan sucio como las intenciones del hombre. Dinero tan sucio como determinadas palabras que remueven por dentro y que se pronuncian, según avanza la trama, con absoluto descaro, con intención de dañar.

La obra afronta con valentía y crudeza el tema de la prostitución, la banalidad de los tiempos que corren, la crueldad sin límites que hay en la mente de algunos hombres.

La mujer recuerda, retrocede en el tiempo, se revuelca en su propio dolor. Natalia Dicenta, muy contenida, borda el papel de esta mujer (fantástico número musical que pone un toque de glamour a la sordidez incluido). Su cuerpo (casi desnudo) es bonito, sí, pero la cara, cuando evoca la historia de su vida, refleja dolor, cansancio, hartazgo, desesperación y múltiples heridas. Dicenta ofrece una gama de matices que confirman lo que es: una primera actriz a la que echábamos de menos en los escenarios teatrales. Ramón Langa, que interpreta al cliente, también pone toda la carne en el asador. No hay medias tintas. Lleva hasta las últimas consecuencias la crudeza de su personaje: sin caricaturas ni recovecos. Juntos, Dicenta y Langa, componen una extraña, compleja, arriesgada y violenta (la violencia viene por parte de él, claro) pareja de baile. Hay mucha verdad -aunque sea una verdad muy dolorosa y despiadada- en sus caracterizaciones. Afuera comienza a nevar, pero el frío está aquí, alrededor de este hombre y esta mujer que muestran sin máscaras ni tapujos sus personalidades, sus miserias. Su vulnerabilidad y su desamparo (ella) y su depravación y desvarío (él). Hasta el último momento (más frío).

Consigue atrapar al espectador desde el primer momento con un texto que denuncia y angustia, que muestra realidad, inquietud y desasosiego, que hiela las entrañas.

La obra afronta con valentía y crudeza el tema de la prostitución, la banalidad de los tiempos que corren, la crueldad sin límites que hay en la mente de algunos hombres. Y consigue atrapar al espectador desde el primer momento con un texto que denuncia y angustia, que muestra realidad, inquietud y desasosiego, que hiela las entrañas. Y con esos dos intérpretes en estado de gracia. La ferocidad de Langa y su inconfundible voz. La ternura y las cicatrices de Dicenta, la mujer del abrigo rojo.

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