¡Viva el musical!

¡Viva el musical!

La La Land es cine para adentrarnos en la magia, para olvidar las rutinas, para elevarnos. Y salir así, casi flotando, del cine. Con ganas de ponernos a cantar y a bailar, de agarrarnos a una farola y saltar por el borde de las fuentes, y decir que sí, que, entre pasos de baile y canciones con ecos del mejor jazz, todo es posible.

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La vida es maravillosa, sí. Y también extraña, caótica, compleja, impredecible, misteriosa. De ahí que, cuando todo se complica y se vuelve cuesta arriba y parece que no hay solución para nuestros múltiples problemas, nos refugiemos en otros mundos: los que están en los libros, en las canciones, en las salas de los teatros y de los cines, aunque cada vez vayan quedando menos de estas últimas. Y qué mejor manera de olvidarnos por unas horas de lo raro, lo feo y lo difícil del día a día que, dentro de una de esas salas de cine, disfrutando de un buen musical. Esas películas donde todo eso -lo raro, lo feo y lo difícil del día a día- se olvida, donde la existencia adquiere otros colores, otros matices, otras ilusiones, otras dimensiones. Ahí, dentro de esas historias, (casi) todo tiene solución y el baile y las canciones de dos intérpretes (Emma Stone y Ryan Gosling, en este caso) en estado de gracia convierte los problemas en una de esas balsas de las que no nos quisiésemos apear. Los actores interpretan y cantan y bailan, y el mundo, con todas sus complicaciones y cuestas arriba, deja de ser ese pozo terrible en el que últimamente se está convirtiendo (podríamos hablar ahora de políticos siniestros, gente que se ve obligada a huir de su tierra, mujeres que son asesinadas a diario por sus parejas, padres que no tienen para pagar la luz o para alimentar a sus hijos, etcétera, pero no es el caso de este artículo).

Vamos a soñar. Sigamos en el cine. La La Land es una oportunidad única para eso, para soñar, para olvidarnos durante dos horas de los problemas. Todo eso que nos afecta particularmente y que afecta al mundo en general. La La Land es cine para adentrarnos en la magia, para olvidar las rutinas, para elevarnos. Y salir así, casi flotando, del cine. Con ganas de ponernos a cantar y a bailar, de agarrarnos a una farola y saltar por el borde de las fuentes, y decir que sí, que, entre pasos de baile y canciones con ecos del mejor jazz, todo es posible. Y la vida puede ser maravillosa, aunque sea por unos instantes, ya habrá tiempo de volver a los quebraderos de cabeza y a todas esas historias que nos hacen perder la sonrisa y, a ratos, también las ganas y la paciencia.

Algunas voces apuntan que la película de Damien Chazelle no es original. Qué importa. No nos engañemos: todo está inventado. Vicente Minnelli, Stanley Donen y Bob Fosse ya se encargaron de eso. Lo que cuenta es disfrutar durante dos horas de una historia y salir a la calle con ganas de agarrar las farolas y de subir por las fuentes tarareando aquellas canciones y moviendo a buen ritmo los pies. Como si aún siguiésemos dentro de la pantalla de cine. Y 'La La Land' lo consigue. De principio a fin.