Otra niña refugiada más

Otra niña refugiada más

Esa niña delgada de grandes ojos tristes que llevaba una trenza que le caía por la espalda, la que cargaba con una bolsa con todas sus posesiones de valor en una mano y con su hermanito en la otra. Yo fui esa niña refugiada. Era 1973. Habíamos huido de una Checoslovaquia comunista para ir a Suecia.

NEW YORK, NY - NOVEMBER 07: Model Paulina Porizkova attends the 'Lights, Camera...Travel!' reading at McNally Jackson on November 7, 2011 in New York City. (Photo by Jim Spellman/WireImage)Jim Spellman via Getty Images

Esa niña delgada de grandes ojos tristes que llevaba una trenza que le caía por la espalda, la que cargaba con una bolsa con todas sus posesiones de valor en una mano y con su hermanito en la otra. Yo fui esa niña refugiada.

Era 1973. Habíamos huido de una Checoslovaquia comunista para ir a Suecia. La mayoría de la gente que huía del comunismo quería llegar a la tierra del capitalismo por excelencia: a Estados Unidos. Pero, en esa época, Suecia era conocido como el país más hospitalario con los refugiados. (Para aquel entonces en Estados Unidos ya estaban hartos de las grandes masas de inmigrantes pobres y agotados). El Gobierno sueco nos proporcionaría un apartamento, un puesto de trabajo para mis padres y la educación necesaria para que pudieran pasar de los mediocres empleos basura a los trabajos mejor pagados y más socialmente satisfactorios. Nadie pasaba hambre, enfermaba o vivía en la calle en Suecia, fuera cual fuera el estado en el que llegara.

En mi primer día de colegio en Suecia, un chico me paró por los pasillos. Me estaba preguntando algo. Estaba siendo muy insistente y yo intenté decirle que no hablaba sueco muy bien, acompañándome de sonrisas y gestos. El chico, frustrado, se fue farfullando unas palabras que pude entender a pesar de la barrera del idioma: comunista idiota.

Empecé a llorar y una niña con pecas salió de detrás de mí y le pegó un puñetazo en la cara al niño. Esa niña se llamaba Malin y se convirtió en mi mejor amiga.

Esta dualidad tiñó el resto de mi infancia en Suecia. Por un lado, teníamos todo a lo que podíamos aspirar, todo aquello por lo que mis padres habían arriesgado sus vidas: refugio, alimento, educación, libertad y, lo más importante, un futuro para ellos y para sus hijos. Por otro lado, todos los días me llamaban "sucia comunista". "Vuélvete a tu país, deja de quedarte con el dinero que tanto nos cuesta ganar a los suecos. Vuélvete a tu país comunista, comunista".

Era como si al llegar a la fiesta de tus sueños te dijeran que tienes que quedarte en una esquina con el perro mientras todo el mundo se ríe de ti.

A medida que iba mejorando mi nivel de sueco, crecían mis ganas de mejorar mi posición en este nuevo mundo. Intenté explicar por todos los medios que yo no podía ser comunista porque estaba huyendo de los comunistas. Si fuera comunista, ¿por qué habría huido? Pero las palabras se las lleva el viento y no parecía que la semántica fuera a rescatarme. Solo los puños de Malin podían hacerlo.

Yo no entendía por qué generaba indignación. Yo no era comunista, mis padres trabajaban tanto para ganar dinero que nunca tenían tiempo para nosotros y, aunque llevábamos ropa de segunda mano, nos duchábamos todos los días. Pero yo era una "Utlanning", una extranjera. Cuando era niña, no me paré a pensar en la motivación o el razonamiento de mis compañeros, simplemente acepté que la culpa era mía.

Supongo que los refugiados representan la apropiación de unas preciadas comodidades que deberían pertenecerte a ti. Esto tiene sentido si se está en un campamento de refugiados, esperando la cola para conseguir comida para tus hijos y alguien se te cuela y se queda con el último plato. Eh, yo estaba aquí antes, ¡yo voy primero!

Eso lo puedo entender; siempre será una cuestión de "mis hijos antes que los tuyos". Pero... ¿y si hay más que suficiente para todos? ¿Y si el hecho de que alguien más se presentara a cenar no hiciera que tu ración disminuyera y solo hiciera que la compañía fuera más variada?

A mis padres les gustaba mucho Suecia, pero todos los amigos de mi madre eran de otros países. Creo que no llegó a tener una relación de amistad con ningún sueco. Sin embargo, mi padre se casó con una sueca.

Yo no podía volver al lugar al que yo sentía que pertenecía, así que lo único que podía hacer era intentar encajar. Pero daba igual lo que me esforzara, parecía que llevaba escritas las palabras "comunista de mierda" en la frente. ¿Sería mi ropa de segunda mano? ¿Sería que mi corte de pelo no era de peluquería? ¿O sería mi falta de referentes culturales y el desconocimiento de ese tipo de cosas que todos los suecos sabían pero yo no? Los villancicos, el himno, los juguetes con los que todos los niños habían crecido, los cuentos, los poemas. Me los aprendí todos. Me obligué a comer sándwiches de jamón y queso y a ponerle arándanos a todo. Y, como hacía todo el mundo, fingí que me gustaba el Lutfisk (una delicatesen de pescado medio podrido).

Las mofas que tenía que soportar en el colegio estaban haciendo de mi infancia en Suecia algo parecido a una estancia en el purgatorio. Mis padres estaban demasiado ocupados intentando mejorar sus vidas como para prestarme atención. No me sentía querida, me sentía sola y desplazada. Planear mi suicidio se convirtió en mi entretenimiento.

Pero había alguien a quien le importaba. Tenía una amiga. Malin se encargó de repartir puñetazos de mi parte a otros niños que se portaron mal conmigo antes de que nuestros caminos se separaran. Después, otras tres chicas -Charlotte, Christine y Petra-, también marginadas por otras razones, la reemplazaron. Estas chicas me salvaron la vida. Literalmente.

Para cuando llegué a Estados Unidos con 18 años, mi pasado como refugiada era considerado como un toque interesante que añadir a las entrevistas en las que mayoritariamente se me preguntaba por las dietas y los cuidados de belleza que seguía. Trabajando como modelo ganaba al día más dinero del que mis padres ganaban en un año. (Y pagaba impuestos en mi nuevo país; de hecho, muchos menos de los que habría pagado si me hubiera quedado en Suecia). Haber sido refugiada política ya me había distinguido una vez, pero ahora era diferente, ahora me hacía sentir como un exótico objeto de valor.

Vivía una vida de ensueño; era una chica muy afortunada.

Pero nunca he sido más afortunada que cuando conocí a esas cuatro chicas en Suecia. Esas chicas que dejaron atrás los prejuicios. Las que se fijaron en lo que teníamos en común y no en lo que nos diferenciaba. Las que tuvieron la empatía suficiente como para decirme que me sentara con ellas.

Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero

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