'Blade Runner': lo que perdura para bien y lo que perdura para mal

'Blade Runner': lo que perdura para bien y lo que perdura para mal

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Blade Runner (Ridley Scott, 1982) es un film que marcó nuestro imaginario profundamente. A varios niveles y con razón.

La he vuelto a ver en pantalla gigante y excelentes condiciones de sonido y proyección. ¡Qué maravilla!

En estos 35 años, ante nuestros ojos han desfilado cientos de películas. Algunas nos han ofrecido virguerías tecnológicas y efectos especiales sorprendentes, pero Blade Runner sigue siendo impactante. Mucho.

En primer lugar, por la potencia de universo visual que crea, los apabullantes decorados, el extraordinario trabajo sobre la luz y el color...

Pero no se trata de virtuosismo ni de belleza, se trata de lo que, con esos mimbres, fabrica. En efecto, como ya apunté, imágenes sorprendentes y hermosas hay muchas y en variados films, pero no hay tantos que nos provoquen el impacto de Blade Runner. Su potencia va más allá de lo meramente estético.

Esta película trabaja nuestro desasosiego y escarba en nuestros miedos. En el mundo desolado, sórdido, deprimente e inhóspito que vemos, reconocemos el nuestro. Y por eso nos perturba, porque sabemos que, sobre ese abismo mostrado en la película, ya tenemos medio cuerpo fuera. Y sabemos que corremos peligro de caer del todo.

Las visiones que crea nos impactan porque nos son familiares y podemos ligarlas a nuestras experiencias. Nos asustan porque nos hablan de la dinámica de locura en la que estamos.

Contemplamos un universo que bien puede ser el nuestro, solo que un paso más allá. Cuando ya el planeta esté destruido.

Ese es uno de los ejes del film. Y, en cierta manera, ese eje se contrapone con el otro tema que trata: el deseo loco e intenso de no morir. El que anida en los replicantes y los lanza en busca de una salida. Y el que anida en nosotros.

Y digo que en cierta manera se contrapone, contradice al otro e incluso choca con él, puesto que, en efecto, viendo el mundo hundido en la oscuridad, la suciedad, el caos y el cutrerío... viendo la vida sórdida, solitaria y aislada de los humanos que habitan esa megalópolis deprimente, salvaje y brutal, te preguntas: ¿para qué desean seguir viviendo? Quizá los replicantes sí tengan razones. Ellos, brutalmente explotados en los mundos exteriores, han visto, al menos "naves en llamas más allá de Orión", han visto "Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser". Pero ¿y el protagonista y los demás? Para que quieren seguir viviendo en esos lúgubres estercoleros sumidos en la negrura y la lluvia. ¿Para qué? ¿Para beber hasta caer rendido, para comer fideos chinos en garitos callejeros desapacibles y feos? ¿Para luego volver a dormir la curda a esas cuevas cochambres y oscuras? Porque (y eso es quizá lo más desolador del film) tampoco están en rebeldía, ni luchan por cambiar su espantosa realidad, solo sobreviven como tristes hormigas.

Una cosa es que el mundo que muestra sea machista y otra que la película lo sea. Lo primero me parece acorde con el espanto que vemos, lo segundo me parece inadmisible y me repugna.

La búsqueda de una salida, la pelea por cambiar el mundo, la persecución de otro horizonte -por utópico que fuera- daría sentido a sus vidas. Pero no. Son sumisos conformistas. Solo los replicantes buscan transformar su suerte. Solo ellos merecen ser humanos.

Como vengo diciendo, el mundo que describe el film es una versión del actual pero aún más degradado. Vaticina un futuro (casi presente, pues la acción se sitúan en el 2019) que no ha generado más inteligencia, más empatía, más solidaridad, más equilibrio. Presenta las mismas taras que hoy sufrimos pero en un punto de mayor infamia.

Teniendo eso en cuenta, en coherencia con lo que describe, es lógico que tal sociedad siga siendo machista. Pero, como tantas veces he dicho, hay que distinguir entre lo que se cuenta y el cómo se cuenta. Una cosa es narrar un asesinato, una violación, un atropello, una crueldad, y otra, la mirada –de rechazo o complacencia- que se fabrica sobre lo narrado.

O sea, una cosa es que el mundo que muestra sea machista y otra que la película lo sea. Lo primero me parece acorde con el espanto que vemos, lo segundo me parece inadmisible y me repugna.

Pero sí, desgraciadamente es un film muy machista.

La escena donde el protagonista, Rick Deckard (Harrison Ford) somete a Rachael (Sean Young) da repelús y asco. Es el brutal mensaje de siempre: "No hagas caso de lo que una mujer te dice. Ellas siempre aseguran que no. Pero tú sabes que debes imponerte. Y ya".

Por otra parte, como escribí en otro lugar:

"La película plasma un sueño largamente acariciado por el patriarcado (y hasta ahora irrealizable excepto simbólicamente): engendrar sin mujeres. En ese futuro sólo existen padres e hijos. Se acabaron las engorrosas -pero en el pasado imprescindibles- hembras reproductoras. Y, de hecho, aunque en el film se hacen dos referencias a hipotéticas madres (de una hay incluso una fotografía), resulta que no existen, que son inventos fantasmales.

Blade Runner lleva, pues, su propuesta muy lejos: elimina del relato a las mujeres reales, las sustituye por replicantes y, además, constriñe el papel de esas replicantes femeninas a las funciones de entretenimiento, protocolo o satisfacción sexual (masculina, se entiende).

Así pues, al fin solos ellos con ellos, generándose unos a otros. Ellos se afrontan, se atacan, se entienden, se oponen o se ayudan y se procrean. Allá van, unos con o contra otros, a la búsqueda del sentido y la significación. Y, para tal misión, no nos necesitan"[i].

Y todo ello, sin un atisbo de mirada crítica por parte de la instancia narradora...

Deprimente, sí.

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Notas suplementarias:

  1. ¡La música de Vangelis!
  2. Los premios Oscar haciendo un poco el ridículo: ese año galardonaron a Gandhi (8, nada menos); E.T., el extraterrestre (4); Oficial y Caballero (2); Tootsie (1). Blade Runner ninguno.

[i] Aguilar, Pilar (2004): "Madres de cine, entre la ausencia y la caricatura" en Las mujeres y los niños primero. Discursos de la maternidad. Editoras A. de la Concha y R. Osborne. pág. 179- 200. Barcelona, Icaria.