Carta abierta a mi hija adolescente

Carta abierta a mi hija adolescente

En ese momento, se me echaron encima como una ola muchas de las emociones que estabas experimentando: ansiedad y miedo, una sensación abrumadora de alivio y gratitud mezclada con preocupación porque seguías necesitando algo (tu casa) y a alguien (a mí).

STOCKSY

Un artículo de Lindsey Mead

Querida Grace:

Anoche te quedaste a dormir con una amiga nueva del equipo de hockey. Estabas muy emocionada: iba a ser la primera noche que pasarías en su casa para comenzar las vacaciones del primer curso de instituto. Papá te dejó allí mientras yo estaba en el entrenamiento de tu hermano, y eso fue todo. O eso pensamos, hasta que el teléfono nos sorprendió a tu padre y a mí, que estábamos ya profundamente dormidos, a medianoche. Te habrías muerto de risa si nos hubieras visto a trompicones en la oscuridad intentando entender qué estaba pasando, confusos por el sonido del teléfono. Admito que estaba asustada. ¿Quién llama a estas horas? ¿Alguien está en el hospital?

"¿Mamá?", me dijiste en voz baja. "He vomitado. ¿Puedes venir a por mí?"

"Sí, claro".

Ya me había levantado de la cama antes de colgar el teléfono. Me puse unos pantalones de chándal y me dirigí directamente al coche. Tardé unos diez minutos, y tú y tu amiga estábais esperándome en el porche de su casa. Cuando te sentaste en el asiento del copiloto, me incliné y te di un beso en la cabeza. Tú estabas muy callada. Me acordaba de cuando eras pequeña y sufrías cólicos y de cuando llorabas y yo te ponía en el asiento de atrás y conducía por el barrio hasta que te quedabas dormida. Ahora no estás detrás de mí, sino a mi lado, pero mi sensación de preocupación era similar. Igual que entonces, no entendía del todo lo que estaba pasando y solo quería saber que estabas bien.

"¿Qué ha pasado?", te pregunté sin apartar los ojos de la carretera.

"Lo siento, mamá. Comí brownies en el colegio, patatas fritas y palomitas después de clase y luego he cenado hamburguesa. Me encontraba muy mal y he vomitado".

Asentí con la cabeza, pero aún sin mirarla.

"Lo siento mucho", me dijiste con un hilo de voz.

"Deja de pedir disculpas, Grace". Me acerqué a ti y te acaricié el muslo. Como hacía buen tiempo, llevabas pantalones cortos, así que tus piernas estaban desnudas.

"Creo que esta noche te he echado mucho de menos", me dijiste mientras te echabas más agua en el vaso. "Pero no sé por qué".

Llegamos a casa y fuimos a la cocina a beber agua. Mientras estábamos de pie al lado de la nevera me preguntaba cuándo llegarías a medir lo mismo que yo. Me mirabas con los ojos húmedos y enrojecidos por encima del vaso de agua. Había en ellos un destello de desesperación que me recordó a cuando era pequeña y vivía en París. Cada mañana tu abuela nos llevaba andando a mí y a tu tía Hillary hasta la pequeña escuela francesa en la que estudiábamos. La abuela nos dejaba ahí, tras la gran verja verde de metal, al lado de una madriguera en la que dormían unos conejos enormes. Recuerdo que en varias ocasiones sentí la necesidad de que la abuela se quedara con nosotras, pero siempre le decía adiós con la mano mientras el miedo me latía con fuerza en el pecho. Me recuerdo en el patio, contando para mí, imaginándome a la abuela llegando a casa, subiendo por las escaleras, entrando en casa. La visualizaba perfectamente y notaba una sensación de presión en el pecho, como si todo lo que nos mantenía unidas se desvaneciera a medida que se alejaba de mí.

"Creo que esta noche te he echado mucho de menos", me dijiste mientras te echabas más agua en el vaso. "Pero no sé por qué".

Te quité el vaso de las manos y lo dejé en la encimera de la cocina para darte un abrazo. Mientras te tenía entre mis brazos, notaba que tu espalda subía a medida que respirabas hondo. Me sentí como si tuviera un vínculo telepático contigo como el que tienen Meg y Calvin en la novela de Madeleine L'Engle Una arruga en el tiempo.

En ese momento, se me echaron encima como una ola muchas de las emociones que estabas experimentando: ansiedad y miedo, una sensación abrumadora de alivio y gratitud mezclada con preocupación porque seguías necesitando algo (tu casa) y a alguien (a mí). El día anterior nos enteramos de que una de tus mejores amigas de toda la vida, la hija de tus padrinos, iba a ir a un internado a partir de septiembre. Eso hizo que se materializara la idea de la que llevábamos hablando años, la idea de que te tocara ir sola al instituto. Y aunque parecías estar contenta por tener una amiga nueva del equipo de hockey, la relación todavía era poco familiar y estabas cansada de pasarte las tardes estudiando y haciendo deberes.

Estoy segura de que todas estas cosas te llevaron a encontrarte mal en casa de tu amiga. Y no hacía falta explicar nada más. Yo las entendía perfectamente. Así que me limité a abrazarte hasta que el ritmo de nuestras respiraciones se sincronizó.

Quiero creer que quedará algo de esa habilidad que tengo para notar las turbulencias de tu corazón. Y espero que también quede algo del poder que tienen mis brazos para reconfortarte.

Al final te apartaste y susurraste: "Te quiero, mamá". Subimos juntas a tu habitación. Te metí en la cama y te arropé con el edredón. "Las sábanas están tan fresquitas, ¡qué gusto!", murmuraste mientras cerrabas los ojos. Te retiré el pelo de la frente. "¿Estoy caliente?", me preguntaste.

"Fresca como una lechuga", respondí en voz baja, mientras pensaba en la de veces que tu abuela había utilizado esas mismas palabras para tranquilizarme cuando me tocaba la frente. Me incliné y te besé en la mejilla. "Yo también te quiero, Grace". Y, con un suspiro, te giraste.

Cuando salí de tu cuarto pensé: "¿Cuánto tiempo durará esta intensa identificación? ¿Durante cuánto tiempo seré una fuente de calma, capaz de hacer desaparecer tus miedos? ¿Durante cuánto tiempo estaremos tan unidas hasta el punto de que yo sienta tus ansiedades y tus emociones?" El doble rasero de la identificación es complicado y, aunque no sepa cuántos meses o años durará, sé que no será para siempre.

No puedo evitar preguntarme si este será el último ataque de mamitis que tendrás antes de lanzarte de cabeza a la juventud y de alejarte de mí. Quiero creer que quedará algo de esa habilidad que tengo para notar las turbulencias de tu corazón. Y espero que también quede algo del poder que tienen mis brazos y mi presencia para reconfortarte en tus momentos de confusión. Siempre estaré aquí cuando me necesites. Lo prometo.

Este artículo fue publicado originalmente en QuietRev.com. Visita QuietRev.com para leer más publicaciones de este tipo sobre trabajo, estilo de vida y paternidad desde el punto de vista de la introversión.

El post se publicó con anterioridad en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.