Esa maldita medalla

Esa maldita medalla

Las 14h50 del 15 de abril de 2013. En ese instante mis cuádriceps ardían por el esfuerzo realizado y me lamentaba por no haber tenido mi día. Mis pensamientos se interrumpieron por un sonido seco, metálico. Inmediatamente después otro. Enseguida el caos. Y las miradas de la gente. Esas miradas de pánico, de miedo... No sabes qué hacer, ni dónde ir. No sabes qué hacer, ni dónde ir. Te preguntas qué ha pasado.

STUART CAHILL / EFE

En noches como ésta cuesta conciliar el sueño. Ando desvelado y no dejo de darle vueltas a lo que ha sucedido en la Maratón de Boston. Mis pulsaciones siguen altas y el nivel de adrenalina está por las nubes. Intento poner algo de orden a tantos recuerdos, tantos momentos, tanta angustia y, sobre todo, tanto alivio. Se me pasan por la cabeza miles de imágenes como si fueran fotogramas de una película que jamás hubiera imaginado que iba a vivir: sirenas de policía, las hélices de los helicópteros, ambulancias, horror... Sobre todo la fotografía que más se repite es el horror.

El ser humano tiene la inmensa capacidad de transmitir emociones potentísimas con una sola mirada. Las que he visto esta mañana son de incertidumbre, de pánico, de dolor. Ojos que te atravesaban como cuchillos, desvelando la preocupación del momento. Supongo que mi mirada transmitía también eso.

Hasta las 14h50 (hora local), la mañana era festiva en el estado de Massachusetts. Allí el tercer lunes de abril se conmemora el Patriot's Day y la Maratón de Boston es la guinda a este pastel de celebraciones. Recuerdo gritos de ánimo a lo largo de los 42 kilómetros que separan el pequeñito pueblo de Hopkinton de Boston, las chicas del Weslley College pidiendo un beso a los corredores y a los alumnos de Harvard, como manda la centenaria tradición de esta carrera, apiñados en las afueras de Boston, dándonos la bienvenida a la ciudad.

Pero todos esos recuerdos se han quedado sepultados por algo que se quedará marcado en nuestras memorias para el resto de la existencia. Las 14h50 del 15 de abril de 2013. En ese instante mis cuádriceps ardían por el esfuerzo realizado y me lamentaba por no haber tenido mi día y no poder cumplir el objetivo que me había marcado. Mis pensamientos se interrumpieron por un sonido seco, metálico. Inmediatamente después otro. Enseguida el caos. Y las miradas de la gente. Esas miradas de pánico, de miedo...

No sabes qué hacer, ni dónde ir. Te preguntas qué ha pasado. Empieza a llegar información a cuenta gotas y las primeras noticias no son nada alentadoras: han explotado dos artefactos en la línea de meta. La meta, justo donde mi mujer me estaba esperando para darme el beso que recibo como premio en cada una de las nueve maratones que he terminado. Ese beso no lo iba a tener; tampoco la medalla que nos reconoce como finishers. ¡Pero qué mas da una maldita medalla! Lo que quería era encontrar un teléfono para poder contactar con Nuria, para saber que estaba bien, para llamar a mi familia para contarles que todo había sido un susto.

Mis pertenencias (móvil incluído) estaban en la mochila, justo después de la meta. Un lugar acordonado, al que no podía acceder. Era imposible comunicarme con ella. Empiezas a dar vueltas sin rumbo, a vagar por la ciudad sin saber dónde ir, qué hacer. Tú, y miles de corredores que están en la misma situación. Intentas buscar soluciones, pero no las encuentras, te has quedado sin recursos y te maldices por ello.

Ella y yo estamos buscándonos mutuamente. Afortunadamente, un golpe de suerte hace que cada uno nos encontremos con diferentes grupos de españoles que nos llevan al mismo sitio: un céntrico hotel que está sirviendo de centro de reunión para los corredores. Allí nos encontramos y nos abrazamos.

Minutos antes, mientras caminaba sin dirección, un corredor se lamenta porque hayan cancelado la carrera, que él se haya quedado a escasos de la meta y de colgarse la medalla. Esa maldita medalla. No la quiero. Lo que quiero es que todo esto pase y despertar de este mal sueño.