El desprestigio de España

El desprestigio de España

Fabian Bimmer / Reuters

Hasta hace poco, España era un país que aparecía entre los modelos internacionales de desarrollo económico y consolidación democrática tras una larga dictadura y siglos de retroceso social. La Transición –con todos sus defectos, especialmente que el franquismo no tuviera que pagar cuentas por el daño ocasionado– había conducido a un periodo de normalidad institucional, integración europea y bienestar generalizado, todo ello, probablemente, a una velocidad superior a la aconsejada.

Pero el conflicto catalán ha puesto contra las cuerdas al relato. Ante los ojos del conjunto de la opinión pública europea, España cada vez comparte una visión sobre la resolución de las discrepancias más próxima a la de Turquía que a la de los valores que encarnan naciones como Alemania, Gran Bretaña o cualquier otro estado comunitario. La judicialización de la política y el uso arbitrario de ésta para fines políticos sitúa al Estado español actual ante su mayor crisis desde la Dictadura. Y no es una crisis cualquiera, sino que se trata de una agitación que, si bien no afecta –de momento– a sus cimientos, sí que lo hace de manera evidente a su credibilidad.

Una de las mayores banderas levantadas por Rajoy y el bloque del 155 (que incluye no sólo los nacionalistas de Ciudadanos, sino también al desorientado PSOE) desde octubre pasado es que Europa había dado la espalda a las aspiraciones independentistas. Y eso tenía algo de cierto, pero también bastante de falso. Efectivamente, Europa no abrazó la supuesta independencia unilateral del 27 de octubre. ¿Pero es que había algún ingenuo bien informado que creía que esto no iba a ser así? Lo de los últimos días de octubre fue un error estratégico y conceptual de enorme dimensión por parte del soberanismo, convenientemente –e irresponsablemente– pilotado por los hiperventilados que entraron en la cocina del procés. Y resultaba obvio que Europa no iba avalar la unilateralidad por muchas porras que hubiese utilizado el Gobierno para reprimir el referéndum del 1 de octubre.

Es cierto, pues, que ningún estado europeo abrió embajadas en Barcelona. Pero también lo es que la inmensa mayoría de dirigentes de los países comunitarios se limitaron a repetir dos principios básicos: el primero –algo obvio para cualquier gobernante– que se debe cumplir el orden; y el segundo, que el asunto catalán era fundamentalmente un "problema interno" de España, algo que también era una verdad a medias no comprometedora. La excusa del "asunto interno" permitió a la mayoría de líderes no posicionarse en los términos que reclamaba la diplomacia española.

Pero seis meses después el guion –y, por lo tanto, el relato– ha cambiado. Lo ha hecho, en primer lugar, por la victoria inapelable del independentismo el 21D, una noticia que se supo leer en el mundo entero excepto en España (donde el titular interesado fue Arrimadas, que –en las circunstancias de bloques actuales– es una nota al margen, como demuestra su falta de capacidad evidente para formar gobierno). Y el guion también ha cambiado por la internacionalización del conflicto, que Carles Puigdemont ha sabido llevar a cabo de manera extraordinariamente hábil.

En vez de Puigdemont, quien está sentado ahora en el banquillo europeo de los acusados es el Estado español. El tremendo revés sufrido en Alemania, que se suma a los de Bélgica, Suiza, Escocia y Finlandia, pone de manifiesto que la vía de la rebelión y violencia atribuida al movimiento cívico más pacífico que ha habido en la Europa reciente es una gran mentira que se desmonta a pedazos.

Pero lo realmente grave para España ya no es que el guión redactado al unísono por políticos y magistrados no tenga la consistencia jurídica necesaria, sino que –con todo lo que le está cayendo–, la vía política para explorar posibles soluciones continúe desierta, sin prácticamente ninguna voz en el bloque del 155 que apueste por ella. En Europa lo de la mentira de la violencia, lo de los presos políticos y lo de la represión a base de porrazos del referéndum genera alergia; pero lo de la falta de iniciativa política provoca una honda preocupación. Y esta preocupación es que el problema no es la carpeta catalana, sino la española.

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