La alianza imposible

La alianza imposible

EFE

El portazo de la CUP a la propuesta de investidura de Junts per Catalunya es un déjà vu y supone el penúltimo episodio de una relación con más odio que amor entre los antisistema y los representantes más genuinos del sistema catalán. Poco importa que la antiguamente poderosa Convergència renunciara a su zona de confort y se inclinase por romper el statuo quo, tampoco que la CUP haya perdido más de la mitad de sus diputados el 21D e incluso menos todavía que el candidato propuesto por Puigdemont, Jordi Sánchez, tenga una nítida trayectoria independentista y que socialmente está más cerca de la CUP que de lo que fue CiU.

La formación anticapitalista se opone por norma y condición a los propuestas, mensajes y estrategias que vengan desde el mundo neoconvergent. Es una alianza imposible, que a los únicos que entusiasma es a los unionistas más recalcitrantes, ya que supone un estado de tensión y autodestrucción permanente y continuado entre los dos polos del independentismo.

La CUP vive en una contradicción permanente sobre la utilización de las instituciones y ha cabado siendo prisionera de ella

Para justificar su abstención a la candidatura de Sánchez, la CUP sostiene que el pacto entre JxCAT y ERC es "una vuelta al autonomismo", el mismo que ellos han aceptado al presentarse a unas elecciones convocadas ilegítimamente por Rajoy bajo el yugo del 155 y el mismo que –guste o no a JxCAT y a la CUP y ante la necesidad extrema de recuperar el autogobierno– marcará de manera inevitable la actividad legislativa del nuevo Parlament, sin que ello implique abandonar la hoja de ruta independentista.

La CUP vive en una contradicción interna de manera permanente y, de hecho, es prisionera de ella: es una lucha entre aceptar las reglas del juego para influir en la toma de decisiones o situarse al margen de cualquier acuerdo con el sistema, para así tener las manos libres para criticarlo todo. Este dilema está presente en esta compleja formación de tipo asambleario desde que en 2012 se planteó superar el ámbito municipal –en el que tenía una representación reducida, pero en expansión– y entrar en el Parlament. Es decir, desde que decidieron que ya no aparecerían únicamente en los medios locales, para hacerlo en TV3, como el resto de formaciones parlamentarias (también las unionistas, por supuesto).

Este debate interno nunca ha sido superado y está en constante tensión, ya que si bien la tesis de que la CUP ha de estar en las instituciones –como lo está el mundo de Batasuna o el Sinn Féin– son ampliamente predominantes, la utilización que se hace de ellas no genera los consensos ni acuerdos necesarios. Y por eso explotan a la mínima, incluso cuando sus decisiones solo son compartidas por la mitad de sus bases y por una parte minoritaria de sus votantes (o, en algunos casos, ya sus exvotantes).

Cuando en 2012, la Convergència de Mas confirmó el paso adelante hacia el estado propio, en los laboratorios del independentismo se ideó un panorama ideal, en el que la tradicional transversalidad social del movimiento se reflejaría también en el arco político e institucional. El soberanismo –como eje central del nuevo orden político– iba desde el centro-derecha hasta la extrema izquierda. Esto beneficiaba, sin duda, a ERC, no porque hubiese virado hacia el centro, sino porque se situaba en el centro del movimiento, capaz de ser permeable y líquida hacia un polo y otro y, al mismo tiempo pescar de ambos.

En el mundo 'neoconvergent' no parecen haberse dado cuenta de que, además de por la corrupción, la mayoría de apoyos se han producido por sus acuerdos con los anticapitalistas

Esta transversalidad política no era más que un espejismo. Dos mundos tan alejados e incompatibles como el los de los liberales y democristianos y el de los anticapitalistas difícilmente podrían caminar juntos, a pesar que ambos tuvieran una meta compartida en la creación de un estado propio. Y así ha sido. La primera explosión se produjo –ya sin el influjo y la complicidad dominante de David Fernández– con la oposición a investir a Artur Mas en enero de 2016 (a pesar de algunas grabaciones comprometedoras de dirigentes de la CUP que iban en sentido contrario).

Continuó con la falta de apoyo al primer presupuesto de Carles Puigdemont y ha vuelto a manifestarse ahora con la obstrucción a la investidura de Jordi Sánchez, disfrazada con el argumento del retorno autonomismo. Si no fuera esta excusa, sería otra. Es el cuento de nunca acabar. El problema real va mucho más allá y es la contradicción interna de pactar –no coyunturalmente, sino de manera estructural– con alguien que es concebido como tu enemigo.

Mientras tanto, el mundo neoconvergent –ahora representado por Junts per Catalunya, a pesar de las tensiones y diferencias que este artefacto tiene con el PDeCAT– insiste en la aproximación a la CUP. No han aprendido todavía que buena parte de los apoyos que han ido perdiendo en los últimos –además de por la corrupción y los efectos de la confesión de Pujol– han venido por los acuerdos con la CUP. Entre el cúmulo de despropósitos de la falsa proclamación de la República el 27 de octubre hay una imagen que difícilmente se irá de la retina de miles de exvotantes convergentes: la de Puigdemont cantando Els Segadors bajo la claraboya del Parlament rodeado de los diputados de la CUP con el puño en alto. Todo un puñetazo a la gente de orden. Y ERC con una sonrisa en los labios por ganarse su centro.

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