Pío Baroja, un aniversario

Pío Baroja, un aniversario

Los retratos de Baroja nos enseñan a un hombre calvo (con apenas 30 años ya lo era), de barba puntiaguda, ancha nariz y grandes orejas, una mirada entre triste y melancólica, pero escrutadora y misteriosa, con una fisonomía de hombre cauteloso y profundo, aburrido, si se nos permite.

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Pío Baroja vivió los últimos años de su vida en Madrid, en la calle Ruiz de Alarcón número 12, en el piso cuarto izquierda, una casa amplia en pleno barrio de Los Jerónimos que el escritor Juan Benet describió con somera precisión: "Un gran salón con tres balcones a la calle, pero de poca luz, con la larga y exenta mesa de roble, un tablero y cuatro patas, el biombo que junto a la puerta creaba un aislamiento respecto a ella, las estanterías de libros hasta media altura, los cuadros de Ricardo Baroja, de Arteta, de Néstor, aquel hundido y mullido y casi sacramental butacón, siempre con el molde de su cuerpo y la manta a sus pies".

A veces resultaba difícil verle pasear por las señoriales calles de aquel barrio armónico y sedante, ya que Pío Baroja era un hombre con tendencia al sedentarismo, al refugio del hogar y la soledad de la escritura, como demuestran los más de 120 libros que escribió a lo largo de su vida. Pero lo cierto es que son memorables sus paseos por los cercanos senderos del Botánico y los parterres de El Retiro, donde se le podía ver en las mañanas desapacibles del otoño, emboscado en su largo gabán negro, con la bufanda tapándole la boca y la boina calada hasta las cejas, pensativo y reconcentrado, hosco y vuelto hacia sí mismo; o sus demoradas caminatas por los paseos de Recoletos y del Prado, o sus recorridos morosos por los numerosos puestos de la Cuesta de Moyano donde buscaba folletines, libros de lance, periódicos y revistas antiguas, grabados y litografías que atesoraba en la biblioteca de su casa y, a medida que ya no cabían en ella, los iba enviando a su caserío de Itzea, en Vera de Bidasoa, un caserón que había adquirido en el año 1912, donde llegó a acumular más de 30.000 volúmenes.

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Los retratos de Baroja nos enseñan a un hombre calvo (con apenas 30 años ya lo era), de barba puntiaguda, ancha nariz y grandes orejas, una mirada entre triste y melancólica, pero escrutadora y misteriosa, con una fisonomía de hombre cauteloso y profundo, aburrido, si se nos permite, algo así como uno de esos mercaderes que se ven en los cuadros de Marinus o como un orfebre de la Edad Media, según le definió Azorín, vestido siempre de negro, con quevedos y boina, un andar entre jorobado y de perro pachón, pero saludable y bien alimentado.

Nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872, Baroja estudió Medicina en Madrid, ejerció de médico en Cestona y regentó la panadería de su tía Juana Nessi, cuyo marido, Matías Lacasa, trajo a Madrid la fórmula del pan de Viena, llegando a ser los proveedores de la Casa Real. Al morir sus tíos, la panadería quedó en herencia de los sobrinos, quienes durante unos cuantos años estuvieron explotando el negocio en la calle de los Capellanes, junto al convento de las Descalzas Reales, de donde tomaron el nombre las actuales tiendas Viena Capellanes.

Tras algunos enfrentamientos con los familiares y empleados de la panadería, Baroja abandonó y decidió dedicarse, por espacio de unas semanas, a especular en Bolsa. Pero aquello tampoco le convenció y con apenas 26 años recién cumplidos tomó una drástica decisión:

"La vida burguesa no me producía el menor entusiasmo. Las diversiones, el teatro, los toros, no me gustaban nada. Había sido médico de pueblo, industrial, bolsista y aficionado a la literatura. Había conocido bastante gente. El ir a América no me seducía. Llegar a tener dinero a los cincuenta años no valía la pena para mí. Quería ensayar la literatura. Yo comprendía que ensayar la literatura daría poco resultado pecuniario, pero mientras tanto podía vivir pobremente, pero con ilusión. Y me decidí a ello".

Así, al poco tiempo de escribir esto, publicó su primer libro, Vidas sombrías, un conjunto de relatos que supuso el reconocimiento de Unamuno y Azorín, entre otros. Corría el año 1900, la tirada del libro, que fue exigua, apenas llegó a los 500 ejemplares, la sufragó el propio autor, unas 500 pesetas, y la mayoría de ellos se perdieron durante los bombardeos de la guerra civil en su casa de la calle Mendizábal, barrio de Argüelles, en la que entonces vivía. Pero no sería hasta el año 1902 con la publicación de Camino de perfección cuando Baroja se diera a conocer definitivamente.

Sus autores predilectos eran los grandes del siglo XIX: Dickens, Tolstoi, Dostoievski, Stendhal, Hugo y Dumas, pero también leyó con pasión a Schopenhauer y Nietzsche, pasó olímpicamente de Freud y de Marx, le interesó la brujería y la nigromancia, y decía de sí mismo que "era un fauno reumático que leía un poco a Kant". Juan Benet sostenía que, a lo largo de toda la vida literaria de Baroja, se habían sucedido en Europa y América un buen número de modas, corrientes y escuelas lo bastante arrolladoras como para haberse visto influido por ellas: entre su juventud y su madurez vio pasar el modernismo, el simbolismo, el dadaísmo, el surrealismo y a autores de la envergadura de Joyce, Proust, Kafka, Mann, Céline o Faulkner, sin que aquello le hiciera "levantar la cabeza a su paso".

Hizo de corresponsal para El Globo en la guerra civil de Marruecos, viajó por toda Europa, escribió para numerosos periódicos nacionales e internacionales. En el año 1923 sufrió la mordedura de un perro, que le costó estar ingresado en el Instituto Cajal para seguir una cura antirrábica. Va publicando sus novelas importantes: La busca, Aurora Roja, Mala hierba, El árbol de la ciencia, Zalacaín el aventurero... De esta última se rodó una película en el verano de 1928 y otra en 1954, en la que intervino el propio autor y en cuya versión final su voz fue doblada por un actor. Al inicio de la guerra civil sufre un incidente en Santesteban, donde está a punto de ser fusilado, pero logra escapar y huir a Francia.

A Baroja se le ha considerado misógino, ácrata o al menos anarcoide, filofascista, antisemita, romántico y modernista, y no se le conocen mujeres o amoríos de relevancia. Su carácter huraño y hosco le hizo espantarlas, aunque fue un hombre criado en matriarcado: la madre, la hermana Carmen, las tías, desempeñaron un papel importante en su vida. Su teoría de la novela era bastante sencilla: la ficción requiere de espontaneidad y de observación. Creía que el auténtico enemigo de la creación artística era la técnica consciente, y por ello exigía completa libertad de acción a la hora de escribir: "Ni en la literatura, ni en el arte, ni en la ciencia, puede haber reglas ni métodos para una cosa tan íntima y subjetiva como la creación".

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Era en la casa de Ruiz de Alarcón donde estaba ese reloj que Cela siempre recordaba, y que figuraba en lo alto de una puerta, con una leyenda que decía: "Todas hieren, la última mata". En su caso, la última hora de Baroja se empieza a vislumbrar en 1955, tras el diagnóstico que le hace el doctor Marañón de un grave proceso arterioesclerótico. Unos meses más tarde sufre una caída a las cinco de la mañana, que le supone la fractura del fémur. Su estado general se agrava notablemente. En el mes de octubre de 1956, el día 9, Ernest Hemingway le visita y le rinde un respetuoso homenaje, y unos días más tarde, el 30 de ese mismo mes, Pío Baroja fallece en su casa de Ruiz de Alarcón. Al día siguiente, una comitiva funeraria acompaña al escritor en autobús. Se dirigen para sorpresa y escándalo de muchos, tal y como ha recordado recientemente Juan Eduardo Zúñiga, al cementerio civil de Madrid, junto al de la Almudena, y es enterrado a las diez y media de la mañana. Nacía ya el mito del artista gruñón y del pesimista antropológico.