Una escritora abre la puerta: 'Septiembre puede esperar'

Una escritora abre la puerta: 'Septiembre puede esperar'

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Al principio sólo tenía sus zapatos. Unos preciosos zapatos de tacón de puntera abierta. Pongamos que ella se llama Emily. Emily J. Parker. 32 años. Pelirroja. Escritora. Desaparecida en pleno centro de Londres el 8 de mayo de 1955. Cuando una persona desaparece sin dejar rastro surgen muchas preguntas, pero caben pocas respuestas.

El verdadero trabajo de los escritores no es encontrar una buena historia, sino reconocerla cuando aparece. El día del aterrizaje de esta idea, yo estaba descalza en la cocina de casa, desayunando y hojeando una revista de moda. Ahí encontré los zapatos de la protagonista. Luego fueron apareciendo más cosas: los poemas que escribía para la radio, algunas fotografías.. pero no era suficiente. La novela se quedó una temporada en punto muerto, hirviendo a fuego lento en esa zona del cerebro que no pertenece ni a la conciencia ni al subconsciente. Hubo que esperar. Y esperé. Esperar es una cosa que se me da bastante bien.

La historia tenía algunas pegas, la primera era que no tenía una opinión muy clara sobre la protagonista, no sabía si era trigo limpio. No me gustan las víctimas propiciatorias. Aprendí que la impresión inicial del autor sobre el personaje puede ser tan errónea como la del lector. La segunda, el argumento. No estoy demasiado familiarizada con las desapariciones, no es un terreno literario en el que me sienta cómoda como novelista. Y la tercera y de más calado, la voz narrativa. ¿Quién era yo y por qué demonios tenía que contar esa historia entre todos los miles de historias posibles?

Un día, de golpe, encontré la respuesta. Una respuesta sencilla, pero contundente como un topetazo en la frente. Había algunas cosas en aquella desaparición que no entendía y que necesitaba entender a toda costa, como si me fuera la vida en ello. A veces siento que nadie, excepto yo, puede saciar la bestia de mi curiosidad una vez que esa bestia se despierta. Y la bestia se despertó a puros gritos un jueves de febrero, a las siete de la tarde. En ese preciso momento empecé a escribir. Y lo hice sin descanso.

Rejuvenecí algunos años hasta convertirme en Rebeca Aldán, una estudiante con una beca de postgrado y grandes dosis de confusión, cuya única conexión con el mundo exterior era un gato y la pantalla de su ordenador. Alguien dispuesto apostar su supervivencia a una corazonada, como hicimos todos más o menos en la vida cuando éramos jóvenes, mitómanos y sin un duro. Pero capaz también de tomarse sus descalabros con cierto sentido del humor. Teniendo un novio de Lugo no podía ser de otra manera. Así nació Septiembre puede esperar.

Llegué a Londres en medio de la peor nevada del invierno. La novela naturalmente tuvo que adaptarse a la ciudad. Con su ritmo rugiente y caótico, con su carácter narcisista, sus cielos grises, y su clima de todos los demonios. Y está llena de guiños a su pasado, a su literatura y a sus clichés. Un mundo que tuvo su momento de gloria y que ha desaparecido o está a punto de desaparecer por el desagüe del Brexit.

Más de una vez creí que el tema se me estaba yendo de las manos y volví sobre mis pasos, hasta que entendí que era ahí precisamente, en esa cuerda floja, donde tenía que dar el salto de altura.

Alquilé una habitación en Notting Hill bajo la identidad de Rebeca. Ya.. ya sé que podía haberme buscado otro cuarto más barato, pero si una escritora ni siquiera puede elegir su habitación propia, apaga y vámonos. Así que pagué el precio y empecé a buscar el rastro de Emily J. Parker por tierra, mar y aire hasta hacer de ella un personaje real. Leí sus libros, intenté seguir el rumor de sus pensamientos, de sus recuerdos, entrevisté a gente que la conoció, me sumergí en su vida sin reservas desde que era apenas una cría y más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando llovía metralla del cielo y ella era una adolescente que trabajaba en Bletchley Park y escribía poemas para la radio, hasta que un día, después de la guerra, ya casada, sin venir a cuento, dejó de escribir sin más. Alguien -o algo- la hizo desparecer del mapa sin dejar rastro. Y empecé a atar cabos. Lo que encontré me pareció raro. Crudo. Como un filete tártaro servido en la mesa a la hora de la cena. Y claro, tiré del mantel. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Había algo en la desaparición de Emily J. Parker que me importaba personalmente. Aunque no supe exactamente qué era hasta algún tiempo después. De momento sólo tenía una mujer entre la espada y la pared. Una mujer sin plan B. Es curiosa la fascinación que ejerce sobre nosotros los relatos inconclusos, las vidas que se quedan a medias. Una siente la necesidad de escribir para rellenar los huecos en blanco, buscando en las vidas ajenas soluciones a los enigmas propios. No siempre los encuentra, por descontado. Pero lo intenta a pesar de todo y alguna vez, - con un poco de suerte- lo consigue.

Allí estaba yo, una vez más, lejos de casa, al principio de otra novela, esperando a alguien que no conocía y sin saber qué me iba a encontrar al doblar la esquina. Pero feliz, porque esa es, exactamente, la clase vida que escogí tener.

La historia era algo que dormía conmigo y yo temblaba de puras ganas de contarla. Durante dos años me acompañó a todas partes: en las salas de embarque de los aeropuertos, en los trenes de cercanías, en la cama, en el cine y también por supuesto en mi rincón favorito: la mesa de caballete de mi estudio a puerta cerrada. La puerta cerrada es una manera de decir en casa que voy en serio y que me dejen en paz. Aunque ni puñetero caso, claro.

Por momentos pensé que no sería capaz de llegar hasta el final, porque las cosas siguieron un curso con el que no había contado ni por asomo. Cómo tratar el terror, por ejemplo. Desde el Antiguo Testamento, la fascinación por el miedo está en nuestro ADN. Herodes, Abraham... Asesinos de niños, padres cuchilleros, plagas mortíferas.... Todo está en la Biblia. Más de una vez creí que el tema se me estaba yendo de las manos y volví sobre mis pasos, hasta que entendí que era ahí precisamente, en esa cuerda floja, donde tenía que dar el salto de altura. También en eso la vida se parece a las novelas.

Cuando empiezas a darte cuenta de qué va el asunto, resulta que la historia ya no te pertenece. Está en manos de alguien a quien ni siquiera conoces, un lector que se ha tropezado contigo -por azar o necesidad - en cualquier librería, como esos pasajeros que se cruzan en la puerta de un tren. Uno entrando, otro saliendo. Un libro se convierte en parte de la vida de una persona por una serie de razones que tienen que ver con el libro. Pero también con esa persona. Por algo lo ha elegido. Y llegados a ese punto, lo único que honestamente una novelista puede hacer es apartarse con elegancia, dejando paso libre al lector, sonreír con orgullo cómplice desde el andén y desearle, como solían hacer los antiguos exploradores, ¡Safe journey! . En el supuesto, claro, de que las novelas puedan salvarnos.